En 1993, un grupo de colegas constituimos en España la Asociación Federalista Europea. Éramos jóvenes e idealistas. Jóvenes ya no volveremos a ser, pero sí idealistas. A los federalistas nos gustaría que al menos nuestros nietos gocen de una integral ciudadanía de la Unión y que no regresen jamás a los usos previos a 1945. Por eso, y por asuntos aun más vitales, como conservar y mejorar los derechos, libertades y coberturas sociales que a nuestros abuelos y padres tanto les costaron.
Desde los 90 perdemos posiciones en la carrera mundial de la ciencia, la investigación, la industria, la economía… Hemos dejado de ser competitivos en el naval, la electrónica, el textil… Nos aferramos a menesteres de escaso valor añadido, como el turismo: durante el 2017, Europa atrajo al 51 % de los turistas internacionales del planeta, un logro incapaz de sostener nuestro modo de vida. Esta crisis que nace con el covid nos ha desnudado: ya no podemos ni fabricar mascarillas -¡mascarillas!- para proteger a nuestra población. Hemos perdido capacidades, saber hacer y resiliencia. De lo poco que nos puede ayudar ante nuestra fragilidad estratégica solo queda la cohesión interna.
Ante este panorama y en pleno vuelo, buscando un lugar seguro donde aterrizar, dentro de la aeronave los pasajeros y la tripulación se han empezado a pelear por los asientos. Y, para colmo, uno de ellos ha comenzado a jugar a montar una bomba: el Tribunal Constitucional alemán ha dicho que las normas europeas se interpretan mal en el Banco Central y que por tanto los germanos tienen que dejar de cooperar.
Una vez más los juristas olvidan aquello del summum ius summa iniuria, como ignoran que la ley humana -nomos- nada puede contra la física -physis-, y que la interpretación de los contratos no puede atribuirse a una de las partes. Cierto que aquí las responsabilidades están repartidas. En la Unión hay estados que creen que las normas comunes son de goma. Cierto que hay que ser riguroso con la contabilidad, y que no se puede vivir de fiado, apelando década tras década a la solidaridad. Hay que madurar y elegir si sumarnos a la seriedad hanseática o imitar al peronismo. Hay que entender que no es compatible gozar de un buen estado de bienestar con el fracaso escolar, la ocurrencia y el chanchullo. Pero también es cierto que, en el mismo plazo que va desde 1993 hasta hoy, ya no quedará ni un solo estado europeo en la lista del G8.
China, por ejemplo, lidera el número de solicitudes internacionales de patentes. En veinte años, su progresión se ha acelerado en más de 200 veces. Hoy mira a los Estados Unidos por el retrovisor y, en consecuencia, a la rezagada Europa. A mayores, un 52 % de las solicitudes mundiales de patentes ante la OMPI proceden de Asia. Si comparamos las solicitudes originadas en universidades y organizaciones científicas, el dominio chino es demoledor, con 17 centros entre los primeros 20 del planeta.
Así que, por favor, seamos sensatos. No contribuyamos a la estrategia del divide et impera. El BCE nació por un tratado que solo puede ser interpretado por el Tribunal previsto en él. Si se rompen estos principios también quebrará el mercado interior europeo, que es el núcleo de nuestra Unión. Sin él, todo estado europeo es liliputiense a nivel global y, enfrentados, cada cual buscará alianzas externas para menoscabar al vecino. Como un humilde molinero le respondió a Federico II de Prusia, los europeístas también esperamos que todavía queden jueces en Luxemburgo.