Conociendo la ciega lealtad de los actuales dirigentes socialistas al Gran Timonel que hoy dirige su partido, sorprende, ¡y mucho!, que los presidentes de varias comunidades gobernadas por el PSOE se hayan atrevido a criticar abiertamente al Ejecutivo por el trato discriminatorio que están recibiendo en una desescalada tan imprecisa como oscura. Rompiendo el leninismo sanchista asentado en su partido, los presidentes extremeño, aragonés, valenciano y castellano-manchego se han unido a otros del PP para denunciar los privilegios concedidos al País Vasco y los deficientes criterios objetivos utilizados por la comisión secreta que decide quién pasa el corte para cambiar de una fase a la siguiente.
En realidad el privilegio del País Vasco, fruto del decisivo apoyo del PNV a la cuarta prórroga del estado de alarma votada en el Congreso, solo es otra muestra (y no de las más relevantes) de una de las grandes anomalías que han marcado desde 1977 el funcionamiento de nuestra democracia: el exorbitante poder que en la gobernación de España han jugado los nacionalismos vasco y catalán, primero supuestamente moderados y luego declaradamente radicales.
Tal anomalía, común a ejecutivos del PSOE y del PP, se constata al comparar los votos y los escaños de los dos grandes partidos nacionales -que hasta las generales del 2015 sumaban en conjunto un altísimo porcentaje de los unos y los otros- con el peso del nacionalismo vasco y catalán, sin duda muy relevante en sus respectivos territorios pero exiguo en el conjunto del país. Desde 1982 ni el PSOE ni el PP bajaron nunca de 100 diputados y pocas veces de 140 (en dos elecciones el PSOE y en tres el PP), mientras que el PNV oscilaba entre cinco y ocho escaños y CiU entre 10 y 18.
Resulta habitual en Europa, desde luego, que partidos pequeños actúen como bisagra de los grandes. No es eso lo anómalo en España, sino el hecho que tales bisagras se comporten siempre como grupos de presión que solo defienden los intereses políticos y económicos de sus respetivos territorios, desentendiéndose por completo de los intereses generales del país. Si todos los partidos se comportasen de igual modo, nuestra política nacional habría sido desde el inicio una subasta al mejor postor o un mercadillo dominado por el egoísmo territorial y el oportunismo partidista.
Pero como todo lo malo puede empeorar, tan grave anomalía democrática pasó a ser una desquiciada perversión, incomprensible para cualquier europeo sensato, cuando los nacionalismos vasco y catalán (del Plan Ibarretxe del primero al desafío secesionista del segundo) siguieron influyendo decisivamente en la política nacional pese a su manifiesta voluntad de romper con el país que manejaban según sus particulares conveniencias. Sánchez ha elevado tal perversión al paroxismo al establecer una política de estímulos inversos que castiga la lealtad constitucional y premia la traición al Estado democrático. Lo de la desescalada supone solo una mínima manifestación de tal indignidad.