Como la cosa va por modas, ayer tocaba echarse un cubo de agua helada por encima de la cabeza, luego tocó aplaudir a las 8 de la tarde desde los balcones, y ahora toca arrodillarse durante varios minutos y hacer acto de contrición. Todo porque un agente, en un intolerable y despreciable abuso de autoridad, mató a una persona en Estados Unidos, un país-continente de 325 millones de habitantes. Imaginen Europa, con una población similar (de hecho, un centenar de millones más), la cantidad de injusticias, atropellos y extralimitaciones que se producen cada día, y no me cabe duda de que todos los años muere alguien por culpa de individuos que confunden el uniforme con tener patente de corso para cometer cualquier exceso.
Las sociedades democráticas tienen instrumentos para reconocer estos abusos y castigar a los culpables, pero para qué vamos a recurrir a ellos si tenemos las redes sociales.
Las redes son el matraz perfecto para desarrollar y propagar el virus del odio. Sanedrines que apuntan con el dedo acusador, sin pruebas, y deciden lo que está bien y lo que está mal. Pueden hundir las carreras de Kevin Spacey o Plácido Domingo, o impedir que Woody Allen publique sus memorias. O difamar a un periodista por ir más allá de lo establecido -y esa es la clave de esta profesión: rascar e interrogarse sobre si las cosas son como dicen que son- al analizar el crimen de Mineápolis, como le ocurrió a un colega recientemente.
Vivimos ya en un mundo orwelliano, con la particularidad de que la policía del pensamiento somos nosotros mismos, y las autoridades danzan al son que marca el Gran Hermano digital.
Ahora el mantra es que todos somos racistas. Y a fuerza de repetirlo se crea una aureola que estigmatiza y excluye a los propios negros, como si fueran seres diferentes. A los que no puedes casi ni mirar a la cara, porque podrían ofenderse. Cuando mi hijo tenía 9 años dibujó a su amigo Rodrigo y a su hermana, de padres dominicanos, y los pintó más blancos que un lechón. Nosotros celebramos que no viera diferencia alguna, pero obviamente la hay. Podemos reconocer que hay etnias, distintos tonos de piel, color de ojos o tipo de pelo y no por ello somos racistas, ni tenemos que arrodillarnos.