Cuando le pregunté a mi amiga si se identificaba en algún momento con el personaje de Al Pacino en La sombra del actor su respuesta me dejó atónito: «En ningún momento... Bueno solo cuando se tira al foso, eso sí lo he sentido muchas veces. Por cansancio. Hacía casi 11 meses de teatro al año; pensaba que así descansaría en un hospital. Pero fui cobarde, por cansancio y por huir». Protagonista de los escenarios desde niña, notable actriz dramática con «pedigree», mi interlocutora subestimaba la interpretación de Pacino por excesivamente histriónica, pero reconocía que le había atrapado el tráiler de la película, emitida por la 2 hace unos días. Con los brazos en cruz, un actor shakespeariano se estrellaba contra el suelo de la platea, sin que el director de la película quisiera despejarnos la causa de tan rotunda escena.
Basada en la novela La humillación de Philip Roth, la cinta deja latente una cuestión que replantean otros raros saltos al vacío desde las tablas, con singulares compositores, cantantes, cómicos perdiendo pie.
Siempre amparados por el pretexto de la oscuridad reinante, el cable del micrófono atravesado en el suelo, la tarima resbaladiza, ignorando que la tentación del abismo puede abrirse paso en las mentes heridas de los intérpretes, si causas desconocidas agigantan el foso que les separa del público.
Tirarse o caerse. Esta es la cuestión. Pasaban las horas del fin de semana en que se emitió la película, con los aficionados al motociclismo pendientes de Pol Espargaró, quien tenía todas las de ganar el Gran Premio de Austria. En el curso de la prueba, otro piloto llamado Maverick Viñales rodaba a 220 kilómetros por hora, cuando notó que le fallaban los frenos. En milésimas de segundo decidió arrojarse de la moto, jugándose el tipo. Y acertó. La montura se estrelló contra una valla y acabó ardiendo. A veces merece la pena tirarse al foso.