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Hay días para la historia y el 2 de agosto ya es uno de esos. Es un festivo que deberíamos marcar en el calendario en rojo como la fecha señalada en la que Kiko dejó de ser un Pantoja y se convirtió en un Rivera para siempre. El 2 de agosto es el nuevo 2 de mayo, el día del levantamiento de la herencia de Paquirri, el día en el que se le cayó la venda de los ojos a Kiko, el día en que por fin descubrió en Cantora todos los trajes de luces, los capotes y todos los relojes que deberían haber estado en manos de Fran y Cayetano, los otros hijos del diestro, que tantas veces reclamó su madre, Carmina Ordóñez. Hay días para la historia, y otros en los que se hace historia de la televisión, el viernes pasado fue uno de ellos. No se ha visto una entrevista así en directo en la vida, cuatro horas intensas de fundido en negro, con un Kiko Rivera con el foco encima, relatando como un preso el tenebroso mundo que ha tejido la Pantoja con telarañas de odio, envidia y avaricia. Cantora suma tantas hectáreas de tierra como cadáveres vivos que han habitado ese monstruoso cortijo de terror. Y Kiko ha resucitado desde el infierno en un acto de liberación que ha sido retransmitido para toda España como la muerte de su padre en Pozoblanco, subido a la camilla desangrándose. La cara de Kiko, 35 años después, tiene ese mismo impacto. Es una herida de muerte.
La viuda de España pierde a su hijo en directo. La televisión lo ha devorado.