Las presuntas irregularidades económicas de quien fuera durante 38 años rey de España resultarían, de ser ciertas, totalmente inadmisibles, incluso en el supuesto de no ser constitutivas de delito o de que, dada la inviolabilidad del monarca, no pudieran ser juzgadas. Sobre tal obviedad, que nadie pone en duda, se han construido, sin embargo, varias cínicas presunciones, medias verdades y mentiras que sería una cobardía admitir por miedo a que a uno lo insulten los de siempre.
No es verdad, en primer lugar, que la corrupción esté relacionada con la forma de gobierno. Las presuntas irregularidades del rey emérito tienen su correlato en las de figuras destacadas de regímenes republicanos europeos: basta recordar las de dos de los cuatro últimos presidentes de la república francesa (Chirac y Sarkozy); o, en Italia, las de Andreotti (¡siete veces presidente del Consejo de Ministros!) o Craxi, líder socialista que falleció en Túnez tras huir de la justicia.
Resulta de una mezquindad política increíble que quienes conocen el decisivo papel jugado por Juan Carlos I en el asentamiento de nuestra democracia sean incapaces de distinguir tal contribución, aplaudida en todo el mundo, de las presuntas irregularidades y graves equivocaciones que, con posterioridad, han hundido el prestigio y enterrado gran parte del afecto popular del que el rey emérito disfrutó durante años. Pero andar quitando sus estatuas o suprimiendo su nombre de calles, plazas o edificios solo prueba la roña moral de quienes no han hecho por nuestra democracia ni la milésima parte que Juan Carlos.
Felipe VI ha realizado gestos más que suficientes para demostrar la clara reprobación de las presuntas irregularidades de su padre y ha demostrado con transparencia no tener que ver nada con ellas. Es lo que tiene derecho a esperar del rey la opinión pública. Pero nadie puede exigirle que rompa con Juan Carlos en el terreno personal, pues los afectos entre un padre que ha metido la pata e incluso la mano y un hijo que lo quiere son merecedores de respeto, tanto si se trata de dos reyes como de dos simples ciudadanos.
Por último, aunque de las presuntas irregularidades de Juan Carlos I solo son responsables él mismo y quienes pudieran haberle ayudado a cometerlas, aquellas son inexplicables sin tener a la vista el ambiente de silencio sepulcral que rodeó durante años todo lo relacionado con el rey y su familia. Un silencio que, sin embargo, no puede haber evitado que nuestros servicios de inteligencia y los políticos a los que debían informar tuvieran noticia de los supuestos trapicheos multimillonarios del jefe del Estado. Constatación esa de la que se derivan al menos dos conclusiones evidentes: que es de un profundo cinismo que algunos de quienes sabían o debían de saber se rasguen ahora las vestiduras como si hubieran vivido en un convento de clausura; y que el error que se cometió en su día con Juan Carlos I no puede repetirse con Felipe VI: por el bien del país y el de la monarquía.