Resulta interesante adentrarse en el misterio de esta mujer, mencionada muchas veces en el Nuevo Testamento, incluso más que María, la madre de Jesús, y sin embargo tan desaparecida en la espiritualidad cristiana de ayer y hoy. ¿Será porque aparece como una persona que está más allá de todas las medidas humanas, de todas las convenciones, de todo discurso de lo políticamente correcto? ¿Será porque en su libertad y en su amor creativo y constructivo presenta una imagen de Dios nada metafísica? ¿O porque los textos la califican como una pecadora pública y nosotros seguimos siendo muy puritanos?
No lo sé. Sí sé que es un personaje que siempre me ha cautivado. Ignoramos cuáles fueron sus desventuras y sus pecados. Sí conocemos bastante bien su reacción ante el encuentro con Jesús de Nazaret, su modo de ser a partir de entonces; y esto casi debería darnos un poco de envidia.
Me daba vueltas por la cabeza desde hace algún tiempo la idea de expresar públicamente mi admiración por esta mujer. No sé muy bien por qué. Tal vez porque veo en ella la sencillez, la humildad y el entusiasmo de los que carecemos muchos hoy en día, ese saber estar y acompañar en un segundo plano. No lo sé: el asunto acaba siempre, de modo indefectible, en un no saber. Pero no me inquieta, porque entonces hago mío ese pensamiento de Blaise Pascal que señala que «el corazón tiene razones que la razón desconoce» y me quedo tan tranquilo con mi admiración por esta bendita mujer.