
Hace exactamente cien años comenzaba la extraordinaria vida internacional de Salvador de Madariaga, destacado intelectual, liberal, ingeniero, periodista, escritor, poeta, diplomático, europeísta, humanista y políglota de vasta cultura. Nuestro gallego ilustre fue tres veces candidato al Nobel de literatura y al Nobel de la paz, gracias a una excelsa obra literaria y a su gran labor en la primera organización de vocación universal para la paz mundial, la Sociedad de Naciones —antecesora de la actual Organización de Naciones Unidas (ONU)—.
Su trayectoria empezó el 10 de marzo de 1921, como parte de la delegación española en la Conferencia de Tránsito de Barcelona. En poco más de un año, Madariaga, un coruñés treintañero, era ya jefe de desarme del organismo universal, llegando a ser considerado «la conciencia de la Sociedad de Naciones». Su firmeza y concisión de ideas, unidas a su integridad liberal y universalista, deslumbraron tanto a potencias —incluidos los EE.UU. y el imperio británico—, como a pueblos afligidos. «No había nación oprimida, grupo de emigrados, sociedad en pro de lo que fuera, que no me incitasen a intervenir en su causa», declaró el escritor y diplomático.
Madariaga luchó por crear un gobierno mundial, en el que España debía jugar un rol decisivo en el centro de las relaciones internacionales. Pero España no estuvo a la altura de Madariaga, especialmente Azaña y su ministro de Estado, Sánchez Albornoz. Madariaga había conseguido un vocal español en el comité para los judíos perseguidos por Hitler, y Albornoz dijo que ese asunto no interesaba a España. Era el principio del fin. Se apoderaban de España y de Europa los enemigos de Madariaga, el «comunismo fascista» y el «fascismo comunista». Las amenazas para la libertad y la democracia venían de izquierda y derecha, siendo la URSS «la extremísima derecha».
Convencido de su imposibilidad de servir a España, a Europa y al mundo, Madariaga se retiró a su cigarral de Toledo, donde empezó a oír tiroteos y bombardeos. Comenzaba así la Guerra Civil y el exilio. Regresaría a España tras el fin de la dictadura, para ingresar en la Real Academia Española que lo había elegido cuarenta años antes. Fue el último gran honor de un gallego universal cuya última voluntad fue que sus cenizas reposasen en el mar de su A Coruña natal.