El árbol y el pájaro

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

28 mar 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

De las aves se han dicho cosas buenas y malas -de las gallinas, en concreto, se han dicho auténticas barbaridades-; pero creo que pocas veces se ha alabado entre sus virtudes la discreción, que a mí me parece una de las más señaladas. Con la cantidad de pájaros que existen, debe haber nidos por todas partes; y, sin embargo, salvo para los ornitólogos y para los que son o fueron niños de aldea, pasan desapercibidos a casi todo el mundo. Es, este de los nidos, un gigantesco parque de vivienda clandestino, a menudo ruidoso, pero perfectamente camuflado, un poblamiento disperso -porque a la mayor parte de las especies de aves les gusta vivir como gallegos, en pequeñas aldeas aisladas. Y estas soluciones habitacionales de arquitectura efímera se hacen y deshacen cada año sin que apenas nadie se dé cuenta.

Yo tengo la suerte de poder ver uno de estos nidos con total claridad, aquí, en el centro de una gran ciudad como Madrid. Unas palomas torcaces lo han estado construyendo justo bajo la ventana de mi despacho, en la rama desperezada de un olmo de Siberia, con ramitas, papelitos de caramelo y un trozo de cajetilla de tabaco -quizás esa parte donde pone que fumar es malo para la salud. Se podría decir que es un nido de renta antigua, porque he visto que lo hacen en el mismo árbol todos los años. Con lo que supongo que tendrá algo de especial, ya se trate del ángulo de la solana o la proximidad de los cubos de basura. Sospecho que es porque ese olmo es el primer árbol en florecer cada primavera en toda la calle. Y esto a pesar de que es un árbol viejo y enfermo.

Los de mi generación les tenemos instintivamente lástima a los olmos, porque cuando éramos escolares memorizábamos aquel poema de Machado al «olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido». Y es verdad que muchos olmos merecen lástima porque están aquejados de grafiosis. Los de esta zona lo están todos, incluido este del nido, al que las hojas se le llenarán en seguida de agujeros, como si fuesen aquellos tarjetones de los ordenadores gigantes de antes, para dar una sombra con lunares. Año tras año veo cómo van cayendo bajo la sierra sus compañeros de especie en las calles aledañas, aunque no creo que sea para hacer de ellos «melena de campana, lanza de carro o yugo de carreta», como aquel olmo de Machado, porque esas son tres cosas más amenazadas aún que los olmos mismos. Queda de ellos únicamente un tocón donde se puede leer su historia y luego ocupan su sitio los almeces, que son como unos «dobles de cuerpo» del olmo, un árbol que se parece mucho pero que no es igual.

Y, sin embargo, este olmo de mi ventana aguanta, y yo no sé si será precisamente por el orgullo de sostener ese nido todos los años. Porque un nido es la intersección entre un árbol y un pájaro, dos seres que viven a distintas velocidades y en distintos mundos. El tiempo del pájaro es breve y el del árbol tan largo como el olvido. El árbol está atado a la tierra y el pájaro apenas se posa en ella más que para criar. Y en esa confluencia entre suelo y cielo, entre tiempo largo y breve, surge el nido, que es también mitad árbol y mitad pájaro. Decía Cunqueiro en uno de los poemas más hermosos jamás escritos en lengua gallega que el pájaro es un sueño del árbol, y la verdad es que cuando el cascarón se rompa y, al cabo de algún tiempo, salgan volando los polluelos, será difícil no fantasear, como en las creencias de algunos pueblos antiguos, que el pájaro no es sino un fruto del árbol; uno que, como decía Cunqueiro, «recorda, canta e vaise».