La democracia mimética

OPINIÓN

05 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque suena clásico, y rezuma ese aroma intelectual que los politólogos le otorgamos a cualquier genialidad o memez expresada en griego, la democracia mimética es un modelo de gobernanza muy vistosa, pero de mal pronóstico, que está invadiendo los países más libres y avanzados del mundo, entre los que cuento a «mi querida España, esta España viva, esta España muerta / de tu santa siesta ahora te despiertan versos de poetas». Y tan reciente es este concepto, que lo inventé yo ayer, valiéndome de mi oficio y mis años -cumplo hoy 72-, para expresar una deriva morbosa de las democracias mediáticas, que conducen a la gente a imitar lo menos inteligente, mientras califican de rancios o católicos todos los usos testados y asentados en el paso de los siglos.

La característica definitoria de la política actual es el populismo de baja intensidad, que, introducido como una palanca de cambio y abducción electoral por los que querían «asaltar el cielo», acabó siendo el catecismo de toda la clase política, del que ni siquiera se libran -porque el populismo es gregario- los poetas, los jueces, los cocineros, los predicadores y las orquestas sinfónicas. Por eso me pareció oportuno fijarme hoy en dos ejemplos: los abaixofirmantes del PSOE que le enviaron a Sánchez un papelito contrario a los indultos: y el PP de Casado, que volvió a salir a las calles para pedir firmas contra los indultos.

Los indultos se pueden discutir en el parlamento, en la prensa, en los juzgados, en las cátedras, en los furanchos y en las cenas familiares, porque no es dogma de fe que sean inconvenientes y peligrosos para el país. Lo que no se puede hacer es tramitarlos mediante firmas en las que el ciudadano se siente obligado a expresar un juicio personal, para el que no tiene conocimientos adecuados, aunque sí los tenga para conformar una decisión electoral formal, honesta e inapelable. Las firmas que recoge el PP tienen el mismo defecto que las que obligan a escoger entre Pfizer y AstraZeneca, porque no mejoran ni dan noticia del trazado de la decisión, y se saltan un procedimiento necesario para evitar la sensación de que, en vez de ir al fondo del problema, tiramos una moneda al aire. Por eso generan división y agravan las secuelas que ya sufrió el PP con la recogida de firmas contra el Estatut, que, a pesar de estar pensadas para favorecer la decisión más correcta, abocaron al Tribunal Constitucional a una sentencia ambigua, dañaron seriamente la credibilidad del PP, y le regalaron a los nacionalistas la pátina de represaliados que necesitaban.

Lo mismo sucede con los abaixofirmantes del PSOE, cuyo papel lava su conciencia personal a cambio de instalar en la política la perniciosa idea de que hay ciudadanos maestros y ciudadanos gregarios, o de que la verdad se encuentra en los vericuetos de las élites antes que en el camino majado por votos ciudadanos. Dos formas encubiertas de populismo -o de sobrevalorar, sin procedimiento, el gobierno directo de los ciudadanos- que todas las democracias deberían soslayar.