El odio de Medea y las niñas de Tenerife

Jorge Sobral Fernández
Jorge Sobral TRIBUNA

OPINIÓN

María Pedreda

10 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Oh niños, cómo habéis perecido por la locura de vuestro padre. ¡Pero no os destruyó mi mano derecha, sino su ultraje y su reciente boda!». Así hace hablar Eurípides, el gran poeta trágico, a Medea cuando pasa a su lado Jasón, el hombre que la abandonó. Y, ya para siempre, se llamó Síndrome de Medea al conjunto de creencias, emociones y conductas que conducen a la venganza de un progenitor sobre el otro a través de, tal vez, el instrumento de mayor poder: los hijos. Destruyéndolos, desaparece el vínculo. Así, tanto la expresión fáctica como simbólica de la relación son liquidadas. Y, además, procuro al otro aquello que entreveo como el mayor dolor posible: matando a tus hijos, te mato sin matarte, te concedo vida para que tu sufrimiento sea tu muerte. Y, a menudo, después de esa labor de borrado y devastación, para que la obra aparezca completa y el mensaje más transparente, me mato yo. «Suicidio ampliado», le llaman. Muerte a mí y a todo «lo mío».

Note el lector que Eurípides elige en su fabulación trágica a una mujer como agente de esa macabra venganza. Hay quién dice que ello, en su contexto, no fue sino una visión avanzada de una Medea empoderada. Lo cierto es que este patrón criminal, bastante universal además, está mayoritariamente protagonizado por varones. Tanto es así que, evidencia empírica en mano, hoy no dudamos en categorizar este perfil dentro de la violencia de género, con toda la influencia de los códigos heteropatriarcales, sexistas y machistas que hacen al caso. Pero, si acercamos un poco el foco, ¿qué nos dice la investigación disponible sobre las representaciones mentales de esos sujetos, sobre la fenomenología de su experiencia subjetiva? La respuesta nos lleva a: la humillación, ese sentimiento de disminución del propio valor; a la vergüenza, o sea, la socialización pública de ese menoscabo; a los celos, esa cosa tan frecuente del amor romántico y sus mitos; al abandono y sus simbólicas asociaciones con los desechos y desperdicios; al desamor, que más allá de la constatación del final de una experiencia, como tránsito hacia otro estado cualquiera, se enquista y envenena, mutando en odio. Un odio hacia ella tan brutal, tan absorbente, que deriva en visión en túnel, sin perspectiva, monodireccional, obsesiva y que, por ello, se impone incluso al amor hacia los propios hijos; a la rumiación neurótica, tóxica digestión, lenta y repetitiva del resentimiento; y, en definitiva, a la pérdida: no de lo amado como tal, sino de todas sus señales para egos comprometidos. La pérdida como final de trayecto, como ausencia del significado de la vida. El triunfo del sinsentido. Y así, la gran herida narcisista: la percepción de mi valía, mi autoconcepto bombardeado, mi autoestima dañada en su línea de flotación. Corazón herido: «despecho». Y numerosos procesos bioquímicos, endocrinos, neurológicos haciendo su función: registrar el odio y avivarlo, en un círculo maldito.

Hablando de Tomás Gimeno y sus niñitas. A día de hoy, y ante la incertidumbre, no sabemos aún si su odio alimentó un secuestro, pesadilla menor, o algo peor. En este momento, si despertáramos de la menor de las pesadillas, sería el mejor de nuestros sueños. Ojalá.