Lo cuenta Dan Lyons, ese señor que con poco más de cincuenta tacos fichó por una empresa emergente de Silicon Valley creyendo que ponía así un pie en el futuro. Y se encontró con un entorno laboral que a veces parecía una guardería y en ocasiones funcionaba como una secta. En el libro Disrupción: mi desventura en la burbuja de las startups para contar relata cómo la presunta modernidad era un envoltorio infantil con ositos. Confiesa que fue muy infeliz, porque a su edad era imposible encajar en ese nuevo mundo de veinteañeros que tantas veces se vende como abierto e inclusivo y porque, realmente, nunca supo muy bien cuál era su función en aquella firma. Curiosamente, acaba de declarar en los tribunales Elizabeth Holmes, esa mujer audaz que, cuando era solo una veinteañera, emergió como la Steve Jobs de la biotecnología porque prometía que con solo una gota de sangre una pequeña caja mágica llevaría a cabo los análisis más detallados para detectar enfermedades. Muchos científicos participaron en aquella carrera loca en la que se enviaban en secreto muestras a grandes laboratorios y se presentaban aquellos resultados como si fueran propios. Theranos se llamaba su empresa, que estafó millones de dólares mientras naufragaba. Por fuera era todo éxito e innovación, por dentro, se amenazaba y purgaba al estilo de la KGB a aquellos que cuestionaban la deriva de la investigación, como narra el documental del director Alex Gibney. Pero parecían tan modernos. Es la era de Silicon Valley. Es cierto que han cambiado el mundo a una velocidad como nadie lo había hecho antes. Pero cómo deslumbra el brillo de la pantalla. Incluso apagada, sin contenido. A veces con un simple reflejo.