Me imagino que PSOE y Unidas Podemos, después de obligar a sus diputados a tragar el sapo de Enrique Arnaldo, ya están encuadernando la obra selecta del magistrado: los 331 artículos que publicó en El Imparcial, donde despacha sin ambages ni medias tintas los asuntos que antes le preocupaban y a partir de ahora lo ocupan como miembro del Tribunal Constitucional. Puedo afirmar sin riesgo a equivocarme que los partidos del Gobierno ya están desbrozando aquel filón de sentencias periodísticas, párrafo a párrafo, en busca de motivos para recusar al infumable magistrado cada vez que hinque el diente a temas sensibles. Tarde piaron. Aunque consigan apartarlo, lo que está por ver, el daño mayor ya está hecho: el prestigio del Tribunal Constitucional ha recibido una estocada letal en forma de Arnaldo. Un rejón del que son corresponsables los dos partidos que gobiernan y el que aspira a hacerlo. Los tres: el PP, por proponer a quien propuso; el PSOE y Podemos, por consentirlo. El primero secuestra la institución y los segundos pagan el infame rescate.
No soy ingenuo. Los partidos siempre proponen candidatos ideológicamente afines. Pero el sistema requiere que los magistrados mantengan, al margen de quien los ha propuesto, presunción de independencia. Por eso son intocables una vez nombrados: nadie puede removerlos durante su mandato. Por eso el prestigio se considera aval de independencia: un antídoto contra la sumisión agradecida. Las apariencias, como en el caso de la mujer del César, importan. Cada vez que un «conservador» vota con los «progresistas», o a la inversa, la imagen de independencia se refuerza. El sistema gana. Si el tribunal funciona siempre en bloques, sin fisuras ni ósmosis, surgen dudas sobre la independencia de unos y otros. Y las sospechas minan el sistema.
Enrique Arnaldo, magistrado porque una mayoría de diputados obedeció a sus jefes de filas, será el ponente en la vista del recurso del PP contra la ley del aborto. Un recurso que durmió en el cajón durante once años, arropado por la complacencia general, incluida la del PP de Mariano Rajoy: no solo mantuvo la ley cuando dispuso de mayoría absoluta para revocarla, sino que fulminó al ministro Gallardón por intentarlo. Y ahora, unos y otros, sobre todo la izquierda, se echan las manos a la cabeza. El nuevo ponente no engaña, porque ya sentenció la cuestión en un artículo del 15 de marzo del 2009: hizo mofa de la ley de plazos y la tildó de mera «ocurrencia» de una ministra de Zapatero. Lo grave no es que Arnaldo aborrezca el aborto y lo manifieste; a fin de cuentas, a los magistrados del tribunal de garantías no se les pregunta si les agrada o disgusta una norma, sino únicamente si se ajusta o no a la Constitución. Lo realmente grave es que Arnaldo equiparó la ley, engendrada por el Parlamento soberano, con un ucase, el edicto arbitrario de los zares rusos. Cuesta imaginar mayor desprecio al sistema democrático. Y una prueba más fehaciente de que el ponente ya ha tomado su decisión: el ucase es inconstitucional por principio.