La recesión del 2008 generó desempleo, trabajos mal pagados y elevados niveles de desigualdad. Las políticas económicas de los países desarrollaron, a partir de entonces, nuevos enfoques para abordar dichos problemas y para poder garantizar una protección contra la pobreza y sobre las condiciones de vida. Frente al mencionado deterioro registrado se actuó fomentando el crecimiento inclusivo. Es decir, defender un crecimiento que crease oportunidades para todos los segmentos de la población y que permitiera distribuir los dividendos de las actividades económicas de manera más justa, tanto en términos monetarios como en no monetarios. Se buscaba, desde una visión multidimensional, abordar aspectos como la calidad del empleo, las competencias laborales, la educación, los servicios básicos, las infraestructuras y el medio-ambiente.
Sin embargo, la desigualdad continuó avanzando y se convirtió en una de las grandes preocupaciones de algunos gobiernos. Se afirma que su corrección favorece la cohesión social; por eso, se constata que las políticas económicas que hacen aumentar la desigualdad socavan la estabilidad social y la confianza entre los distintos segmentos de la población; y limitan la capacidad de la población en su contribución al crecimiento y al desarrollo de los países. De ahí, el énfasis en defender un crecimiento inclusivo frente al simple crecimiento económico.
Los gobiernos, tanto de Europa como de España y Galicia, se han centrado en lograr alcanzar incrementos de empleo, de productividad y de mejora de los ratios de cohesión social. Pero se han olvidado de abordar la necesidad de reducir la desigualdad o de compartir los beneficios de la productividad de manera más equitativa.
Las investigaciones recientes subrayan dos resultados relevantes: la actual distribución funcional de la renta posee una influencia notable en la evolución de la desigualdad de los ingresos; y los salarios no se ajustan a la evolución de la productividad.
Los datos muestran una clara tendencia a la baja de la participación salarial en la renta nacional, lo que implica una mayor desigualdad de ingresos. Dicha tendencia a la baja refleja, como apunta la Organización Internacional del Trabajo, una disociación entre el crecimiento de la productividad y la remuneración real del trabajo asalariado. Es decir, que las ganancias en productividad no se reflejan plenamente en el crecimiento de los salarios. Y, de otra parte, la mayor participación del capital y los excedentes de explotación en la renta nacional se asocian a una mayor desigualdad de la distribución personal de la renta, en la medida que los ingresos del capital están más concentrados que los procedentes del trabajo. En suma, los ingresos del trabajo se distribuyen de manera más uniforme entre los hogares que las propias rentas del capital. De esta forma, el descenso de la participación de los salarios parece ir de la mano de un incremento de la desigualdad de ingresos.
Las aportaciones científicas abonan tales asertos. Inclusive van a más, al afirmar que «la evolución de la participación salarial se relaciona negativamente con el cambio tecnológico, la apertura comercial y la financiarización; y, positivamente con los índices de capital humano, el gasto público y la cobertura de la negociación colectiva». Al manejar estos datos resulta claro que la reducción del estado de bienestar tiene un impacto negativo en la evolución de la participación salarial; y que la participación salarial se ve impulsada por los cambios en el gasto público.
A la vista de estas conclusiones resulta fácil formular recomendaciones de políticas públicas en donde no se puede desdeñar el papel de las instituciones laborales de cara a conducir a una mayor participación de los salarios dentro del PIB y la corrección de los niveles de desigualdad personal de la renta. Son, pues, enseñanzas muy válidas de cara al futuro, máxime cuando está abierto el marco de negociación laboral y los nuevos planteamientos políticos.