Hoy se cumplen veinte años del óbito de uno de los escritores más insignes de la historia de la literatura universal. Es gallego. Se apellida Cela. Hablo en presente porque los maestros perduran. Forman parte del universo inmaterial de la literatura permanente, esa que Schopenhauer calificaba como clásica. Es decir, pasarán los años y los genios permanecerán enhiestos frente a las modas y, por supuesto, frente a la tiranía de la corrección política: la censura de nuestros días.
A Cela han querido tumbarlo de muchas maneras. Ya de joven, los censores requisaron la segunda edición de La familia de Pascual Duarte, de la que celebramos su octogésimo aniversario, y La colmena, después de conversaciones y tiranteces, tuvo que editarse en Buenos Aires en 1951. En España vio la luz diez años después, limados algunos pasajes candorosos (en el 2014 se descubrieron partes de la novela que, por su fervor, no habían visto la luz jamás). A pesar de ello, sus enemigos no dejan de calificarlo como censor.
Cierto. Ejerció de censor de revistas. Él mismo lo afirma en una entrevista: «Me metí ahí para poder tener un mínimo sueldo, unas 250 o 300 pesetas. Descubrí que la gente que trabajaba en mi oficina lo que quería era censurar los periódicos políticos. Eso era un error tremendo, porque había que implicarse, y desde luego yo no quería implicarme en absoluto. A mí me dieron varias revistas, que elegí yo mismo. Recuerdo que alguna de las que elegí eran Farmacia Nueva, el Boletín de Huérfanos de Ferroviarios y El Mensajero del Corazón de Jesús». No se lo perdonaron. Como tampoco perdonaron su genialidad. Quizá por ello recibió el Cervantes seis años después del Premio Nobel. Quizá por ello, en lugar de venerarlo y leerlo y estudiarlo en todos los centros educativos, especialmente los gallegos, se relega su obra y su figura.
No consigo entender que Galicia siga dando la espalda al que fue, junto con Rosalía de Castro y Valle-Inclán, la figura más sobresaliente de toda nuestra historia cultural. Sin comparación posible. Rosalía, Valle y Cela forman un trío al que no puede acercarse ni siquiera la imaginación de Cunqueiro ni la prosa salvaje, por instintiva, de Blanco Amor. Cela inauguró el tremendismo: Pascual Duarte, árida España. Más tarde fue el renovador de la novelística hispana y europea con La colmena. En realidad, su obra es una renovación constante. Una tras otra. Sus novelas. Sus memorias. Sus modos superiores de dicción. Domina la metáfora como ningún otro. Dibuja con palabras la realidad. La recrea. Cada página es un pentagrama. En definitiva, estamos ante un genio en sentido estricto. Hoy, veinte años después de su fallecimiento, su voz nos ilumina. Los institutos y universidades que no leen a Cela, que reflexionen. La corrección política no puede mancharlo todo.