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«Tienes que golpear primero y golpear tan fuerte que tu oponente no pueda levantarse». Esta frase de Vladimir Putin, incluida en el libro En primera persona (2000), dice mucho de su personalidad y sus políticas. Golpeó en Georgia en el 2008, en Crimea en el 2014 y ahora en Donetsk y Lugansk. Igual que en el interior ha golpeado a opositores, periodistas y a cualquiera que le ha hecho frente. El exespía del KGB se ha convertido en el nuevo zar de Rusia, que amenaza la paz y la seguridad del mundo y ha resucitado la Guerra Fría, mediante su acoso a Ucrania. Cuando llegó al poder hace ya 22 años prometió un Estado fuerte y restaurar el orgullo nacional de un país hundido y un pueblo humillado tras los decepcionantes mandatos de Boris Yeltsin.
Y lo cierto es que ha conseguido esos objetivos que se marcó. Sacó a Rusia del caos y la bancarrota que siguieron a la desaparición de la Unión Soviética (que califica de tragedia), puso orden y trajo estabilidad política, económica y social, y ha convertido a su país en un actor fundamental en el escenario geopolítico internacional, más aún con su luna de miel con China, una alianza que asusta a Occidente. Pero lo ha hecho a costa de instaurar un régimen autoritario, que algunos analistas llaman putinismo, que se basa en liquidar la oposición interna significativa, controlar todos los resortes del poder, domesticar la justicia y amordazar los medios de comunicación. Sus adversarios políticos han acabado asesinados (recordemos a la periodista Anna Politkóvskaya o al opositor Boris Nemtsov), exiliados o encarcelados, como es el caso de Aléxei Navalny.
Pero Putin no solo utiliza la fuerza militar para imponerse y meter miedo, sino también la guerra híbrida y la vía diplomática. Es un maestro en el uso de la propaganda y la desinformación, que emplea para debilitar y desestabilizar a sus enemigos ideológicos y políticos, ya sean Estados Unidos o la Unión Europea. Como demuestran sus intervenciones cibernéticas en las elecciones norteamericanas del 2016 apoyando a Donald Trump, el referendo del brexit, los comicios franceses, el procés o mediante la financiación de partidos de ultraderecha. En las relaciones exteriores, además de ese inquietante acercamiento a China, Rusia lleva a cabo desde hace años una impresionante labor de penetración en África, donde ha aumentado su influencia meteóricamente en los últimos cinco años con el envío de mercenarios y la venta de armas, a cambio de explotar sus recursos naturales.
El macho alfa de rostro impenetrable, mirada esquiva y desafiante, cínico y ambicioso —como lo describió un antiguo compañero del KGB— quiere perpetuarse en el poder y para ello, a sus 69 años, ha impulsado una reforma constitucional que le permite mantenerse en la presidencia hasta el 2036. A pesar de sus excesos, o quizá gracias a ellos, es innegable que aún conecta con una parte muy importante del pueblo ruso, que ve Occidente con recelo y hostilidad. Ha sabido jugar la carta del enemigo externo y el nacionalismo victimista para ocultar la realidad de un país que cada vez se aleja más de la democracia, que ya es solo una fachada sin contenido.