
De todas las cosas que nos están pasando una de las más conmovedoras la protagonizó un hombre de 87 años, enfermo de epilepsia, cuya muerte cerebral quedó registrada de manera accidental mientras estaba monitorizado. En los 30 segundos posteriores a la parada cardíaca, el cerebro experimentó una actividad casi febril, similar a la que tiene lugar cuando soñamos o estamos concentrados. Los neurocientíficos reflexionan sobre la trascendencia de este marcador, en el fondo un debate sobre el momento de la muerte y su trascendencia. Puede que esas oscilaciones que el cerebro registró sean una evidencia de cómo nos despedimos de la vida y de cómo en el momento previo a transformarnos en polvo los acontecimientos más importantes de nuestra existencia acuden a nosotros en una especie de balance cuya sustancia dependerá de cómo hayamos vivido.
Esta información sobre la biología de la muerte llega justo en momentos desalentadores, con una sensación colectiva de desazón que es una compañía pegajosa de la que es difícil desentenderse. La pandemia quebró una percepción de seguridad en la que algunas generaciones vivíamos instaladas, convencidas de que las cosas en su conjunto irían relativamente bien. El confinamiento desató la incredulidad y con los meses, la congoja. Además de los muertos, miles de personas pasarán los últimos años de sus vidas de una forma muy diferente a como estaba previsto.
Ahora, mientras las balas silban a apenas cuatro mil kilómetros de nosotros, reconocemos como nunca nuestra fragilidad. Lo que antes nos parecía imposible se ha convertido en una posibilidad. Ya sabemos que las cosas en su conjunto pueden ir relativamente mal. O incluso rematadamente mal.