La ambigüedad calculada de China

Josep Piqué EXMINISTRO DE INDUSTRIA Y DE ASUNTOS EXTERIORES

OPINIÓN

María Pedreda

20 mar 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

La invasión de Ucrania está teniendo consecuencias tectónicas a nivel global. Basten como ejemplos el refuerzo de la OTAN y el vínculo atlántico con Estados Unidos y su compromiso con la defensa de Europa, los avances en la integración europea como proyecto político (con un cambio histórico por parte de Alemania, el debate sobre políticas comunes en energía y en inmigración y asilo, el incremento de los presupuestos de Defensa y la compatibilización entre la autonomía estratégica europea y el refuerzo del pilar en la Alianza Atlántica), el abandono de la neutralidad de Suecia, Finlandia o Suiza, la imposición de sanciones inéditas o el rotundo rechazo internacional a avalar las decisiones de Putin, a pesar de los múltiples intereses afectados.

 No obstante, todo eso no puede hacernos olvidar que el centro de gravedad del planeta y el mayor foco de tensión se sitúa en el Indopacífico y en la confrontación sistémica entre China y Estados Unidos. Y que China está ante contradicciones que debe resolver si quiere jugar el papel de potencia responsable capaz de competir —y sustituir— a Estados Unidos como gran superpotencia global.

De ahí su ambigüedad y su difícil sostenibilidad en el tiempo. Por una parte, comparte con Rusia su voluntad de erosionar el orden liberal internacional y el liderazgo global de Estados Unidos. También su afinidad al compartir modelos políticos autoritarios basados en el control totalitario de la sociedad.

Asimismo, la crisis ucraniana obliga a Estados Unidos a involucrarse de nuevo en la defensa de Europa y mantener el vínculo atlántico y así diversificar su atención estratégica, que deseaba concentrar en el Indopacífico y en la contención del crecientemente agresivo expansionismo chino y su voluntad de desplazar a Estados Unidos de su presencia en la región.

Todo ello ha llevado a una creciente asociación de intereses estratégicos (que no alianza en sentido estricto, que obligaría a la defensa mutua) entre las dos autocracias, incluyendo los intercambios comerciales, tecnológicos, energéticos o militares.

Sin embargo, por otra parte, la intervención rusa (no apoyada por China) es contraria a la agenda y a los tiempos que le interesan a Pekín. Una agenda que incluye el rechazo a las intervenciones destinadas a socavar la integridad territorial de los Estados (e intereses contradictorios en Asia central o Siberia oriental) y unos tiempos que, considerando la integración de Taiwán en la República Popular China, son de más largo plazo y con etapas de maduración distintas.

Pero lo más importante es que a China no le interesa en absoluto el desacoplamiento con Occidente, ya que lo necesita imperiosamente para seguir creciendo y, por consiguiente, necesita estabilidad, desarrollo de su gran estrategia de proyección global —la nueva Ruta de la Seda—, continuidad de cadenas globales de valor y, por el momento, defensa del multilateralismo. Y, desde luego, que no le sean de aplicación las sanciones que están llevando al colapso económico y financiero de Rusia.

De ahí que se esfuerce en aparentar una neutralidad asimétrica (apoyo verbal a Rusia, pero límites a la cooperación que esta necesita para aliviar el impacto de las sanciones, y posibles ofertas de mediación).

Pero no puede mantenerla mucho tiempo. Los costes a medio y largo plazo de apoyar a Rusia pueden ser superiores a los beneficios a corto. Y la tradición confuciana sobre los intereses de China contiene una mirada más estratégica que táctica.