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Las épocas de recesión y de cambios estructurales suelen ser las más propicias para introducir nuevos conceptos. Así, se ha hablado del crac del 29, en referencia a la famosa crisis de comienzos del siglo pasado que supuso un auténtico revulsivo a la teoría económica. Más tarde se acuñaron palabras como shock, ya sean de oferta o de demanda, atendiendo a los distintos orígenes de los desajustes; o default, cuando queremos expresar una quiebra. Recientemente, tenemos palabras como recesión o crisis, hasta llegar a la estanflación. Esta última se considera una de las peores situaciones económicas posibles, en la medida que se conjugan dos de los grandes temores de la economía: el estancamiento de las actividades productivas y la inflación; esto es, la subida acelerada de los precios de los productos y servicios puestos a disposición de los consumidores y naciones.
Por eso, las instituciones económicas internacionales tratan de disipar las incertidumbres y alejarse lo más posible de esas situaciones para las que no existe, en el vademécum teórico, medidas e instrumentos para corregirlas o poder revertir de inmediato las mencionadas situaciones críticas.
Ahora, con motivo de la actual coyuntura, tanto los factores geo-políticos como económicos, derivados, por una parte, de la guerra en Ucrania y el deseo de no adquirir gas y petróleo ruso por parte de la comunidad internacional; y, por otra parte, por la subida relevante de los precios de la energía y de las materias primas, junto a una alteración de las cadenas globales de suministros, asistimos a un encarecimiento de los procesos de transición energética. La apuesta por la reducción y eliminación en lo tocante al uso de combustibles fósiles refuerza el compromiso de ir sustituyendo nuestra dependencia de aquellos combustibles que contribuyen al calentamiento global y poder convertirnos en una sociedad con un mayor uso de las energías renovables. Este tránsito implica un nuevo desafío: controlar la greenflation.
¿Qué es la greenflation? Sería la espiral inflacionista de los precios de los bienes asociados a la propia transición energética. O sea, los relacionados con el precio de los materiales y minerales asociados a las tecnologías verdes, sustitutivos de los anteriores combustibles fósiles y que están repercutiendo en los precios al consumo.
No deja de ser una auténtica paradoja, pues cuanto más nos inclinemos a llevar a cabo el proceso de transición energética, más cara será la dinámica de sustitución; de ahí la necesidad de ir rindiendo cuentas en torno al balance coste/beneficio.
Los precios de la energía (carburantes, gas, electricidad) han ido subiendo en el último año, superando el 26 % en la zona euro. No cabe duda de que los procesos de sustitución en lo que hace referencia al tránsito en el uso de las energías fósiles a las renovables va a contribuir a incrementar la inflación de las materias primas; y que dichas dinámicas repercuten en un mayor coste financiero que deben asumir tanto los gobiernos como las empresas y los particulares. Por otro lado, lo más probable es que durante dicho proceso de transición energética los precios de las energías serán más volátiles, registrando grandes oscilaciones y, en ocasiones, muy incontrolados. Y, por otra parte, tanto los procesos de innovación tecnológica como los de puesta en marcha de las nuevas prácticas podrán ser complejos, por lo que debemos reaccionar a la greenflation, que tendrá que ser incluida como un nuevo objetivo de políticas económicas, al igual que lo es, en la actualidad, la inflación.
Con ello no quiero decir que dicha implementación sea fácil. Sino que la lucha contra el cambio climático y los objetivos de mejora de los niveles de vida de las personas continúan siendo tareas esenciales que no debemos abandonar. De ahí, las apuestas por las políticas de descarbonización de la oferta (afectando a las redes eléctricas, transportes e industrias) y de descarbonización de la demanda (afectando a las actitudes y comportamientos sociales). En suma, un compromiso hacia la neutralidad del carbono supone un coste que hay que asumir. Y, claro está, ello supone el final del idealismo en términos de política energética y la emergencia de un nuevo concepto que debemos tener en consideración.