
El pasado viernes se cumplieron ochenta y siete años de la trágica e inesperada muerte de T. E. Lawrence (la E significa Edward, o sea que se llamaba como yo). A mí su historia me fascina, sobre todo su final. Lawrence era un arqueólogo educado en Oxford e interesado en la obra de Charles Doughty, que atravesó Arabia en el siglo XIX con una maleta en la que llevaba los pesados tomos de los Cuentos de Canterbury. Él mismo recorrió Francia a pie visitando las iglesias medievales y acabó excavando y tirando al Éufrates, en Mesopotamia, las capas de construcciones romanas que cubrían las ruinas asirias. Pero llegó la gran guerra y los ingleses, al descubrir que andaba por allí un compatriota que hablaba árabe y sus múltiples dialectos, se hicieron con él rápidamente. Lo que ocurrió después se narra en su obra Los siete pilares de la sabiduría y en la famosa película de David Lean. Pero cuando tocó firmar la paz en el Tratado de Versalles, todas las promesas que Thomas Edward había hecho a sus amigos árabes fueron sistemáticamente ignoradas por los políticos. Cuando regresó a Inglaterra tenía el grado de coronel, con tan solo 31 años. Tras escribir su libro, se enroló de incógnito, como soldado raso, en la recientemente creada fuerza aérea (de la que por cierto era en esa época piloto mi tío abuelo John Trulock, uno de los fundadores de la RAF). Aficionado a las máquinas y los motores, se compró una preciosa motocicleta con la que el 19 de mayo de 1935, perdió la vida en la carretera.