Cromatología de la torre Eiffel

OPINIÓN

ED

17 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

La torre Eiffel, como en el fondo todos los edificios, es un ser vivo. Su cuerpo de metal, ese mecano del hijo de Gargantúa compuesto por dos millones y medio de remaches, encoge y se ensancha como si respirase. La Torre encoge en invierno, cuando el frío la hace contraerse hasta ocho centímetros. Y se ensancha en verano, cuando el calor la dilata. A medida que el sol le va dando en un costado u otro, se va inclinando, y en el tórrido año de 1976 el gigante de 10.000 toneladas llegó a efectuar una reverencia japonesa de 18 centímetros. Los vientos fuertes también hacen que se tambalee, e incluso vibre. Y también envejece, claro está, como todos. Se la construyó para que durase veinte años y se ha acabado quedando más de ciento treinta. Estos días hay una polémica acerca de si se está oxidando. También porque le están dando una nueva mano de pintura, y se la están dando de otro color, lo que siempre suscita partidarios y detractores.

Será la octava ocasión en la que la vieja dama centenaria cambie de color. Cada uno de esos tonos cromáticos es el de una época de París, como si, por una extraña mímesis, el color de la Torre fuese reflejo y resumen de la sociedad de cada tiempo. O, al menos, eso me parece a mí, que siempre intento fijarme cuando la veo en una reproducción. Por ejemplo, el tono marrón rojizo lo asocio con la Francia atormentada de las guerras de Indochina y Argelia, y el marrón grisáceo con el París que conocí yo, el de finales del siglo XX, aquella ciudad confiada y solemne, perdida en la contemplación de sí misma. El rojo veneciano con el que aparece en el famoso cuadro puntillista de Seurat es el color que eligió originalmente Gustave Eiffel, el que dio a muchas de sus obras de ingeniería, y que algunas aún conservan, como el viaducto de Garabit o el puente que hizo en Girona. En realidad, era el color que se daba por defecto al hierro para evitar, precisamente, el óxido; pero yo fantaseo con que el ingeniero habría tenido en cuenta también que ese pigmento era una variante del que utilizaban Tintoretto y Tiziano para el colorete de las cortesanas venecianas. En cambio, en el cuadro de la Torre que pintó «el aduanero Rousseau» ya se la ve de marrón rojizo y en el de Signac de marrón ocre, de ese mismo tono que usaba Rembrandt en sus autorretratos y Vermeer para hacer las sombras. De joven, compré en París una postal que reproducía un cartel de la Exposición Universal de 1900 y ahí, sin embargo, se veía la torre Eiffel con el degradado de naranja en la base hasta el amarillo en la cima que le dieron en esos años.

Por lo que sé, ahora se ha elegido para la Torre un ocre mostaza. No me parece mala idea. Es el color que ya tuvo entre 1907 y 1954, el que se ve en el célebre cuadro de Delaunay. Es uno de los colores del paisaje de la Provenza, la razón por la que Van Gogh se fue a vivir allí. Es el de los antiguos murales egipcios y el que usaba Modigliani para reproducir la piel humana. Y es el de la propia ciudad de París, que está hecha de la caliza en la que se asienta, cocinada lentamente en el Eoceno. Es el color del Louvre, de los Inválidos, de la plaza de la Concordia, de los bulevares de Haussman. Es el color que eligió el propio Gustave Eiffel cuando se hizo evidente que la Torre se había convertido ya en parte del paisaje de la ciudad. Es, en definitiva, el color que tenía la Torre cuando Maurice Chevalier cantaba aquello de «Paris ne serait pas Paris sans elle / Paris, mais c’est la Tour Eiffel».