
Va entrando septiembre con su sol de verano alicaído: «Aos días xa se lles vai notando», decimos. Recuerdo de mis septiembres infantiles aquel olor a libros nuevos y las tardes forrándolos con plástico y celo, en los dos sentidos de la palabra, la cinta adhesiva y el del diccionario: «Cuidado, diligencia o esmero que se pone al hacer algo». También olían las gomas de borrar, que invitaban al mordisco, y las virutas primeras de los lápices, que también morderíamos pronto, inevitablemente. Nos apenábamos luego porque quedaban muy feos. Estaba el olor de los mandilones del colegio nacional, todavía de estreno, todavía sin esas manchas de tinta que no salían jamás. Y el del polvo de tiza en suspensión por el aire de unas aulas de techos altísimos y grandes ventanales. Debajo de uno de ellos esperaban las cajas con los botellines de leche, de vidrio y reutilizables, sellados con chapas de aluminio.
Algunos, como ahora, lloraban el primer día de clase. Pero para la mayoría el curso estaba lleno de novedades interesantes y, quizá sin saber por qué, apetecibles: algún compañero nuevo, profesores distintos, aulas de mayores (nueve años, fíjate tú, diez como mucho). El regreso del cole con los amigos, despacio, hablando, quizá con parada en el quiosco —más para ver qué había que para comprar—, cruzábamos cuidadosos las calles que nos separaban de la nuestra para echar un partido a los bordillos después de merendar. Las madres nos recogían solo cuando pasaba algo malo o tenían que llevarnos de compras.
Aquellos primeros días eran magníficos. Sabíamos que se irían, que enseguida nos pondrían deberes para casa y exámenes reales, con notas reales y peligros de suspensos. Como en la vida.