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El escritor Mircea Cartarescu acaba de impartir un curso en el que explicó su modo de entender la literatura. La compara con una ciudadela solo visible desde lejos, ya que no está a nivel del mar, sino en lo alto de una colina. Sitúa a los escritores en tres pisos:
En el primero estarían los profesionales que trabajan como arquitectos y «construyen» las historias según el plano establecido.
En el segundo —más poetas que prosistas— no son tan constantes como los anteriores, porque obedecen a la inspiración y su tarea contribuye a la decoración de los «edificios».
En el tercero hallaríamos a los que han nacido para eso y conciben su tarea como una religión. Trabajan mirando al cielo. La obra adquiere verticalidad proyectando la escritura a otro mundo distinto del que conocemos a través de los sentidos. Más difíciles de leer; ajenos al gusto de los lectores a los que a veces dañan —como un médico que lastima para curar—, ya que no les importa transferir la carga de negatividad y sufrimiento que en ocasiones domina sus vidas; incapaces de distinguir la oscura claridad de su mundo interior y las demandas del público, las modas o los intereses editoriales. Escriben con su piel, en su piel, contra la piel y contra todo lo que no sea el mensaje revelado. Entre literatura y profecía, redactan a lomos de un caballo al que no interrumpen con espuelas u otros instrumentos destinados a herir la pureza de la creatividad permeable, conscientes de que los textos «son dictados» desde un más allá incomprensible. Estos genios no han adquirido el oficio porque el arte verdadero no se aprende, a diferencia de las profesiones. Esto podría recordarnos a Unamuno cuando decía que el lenguaje es la sangre del espíritu. La literatura debe hacerse con sangre, su médula es poesía, música, sonido; así, esta «religión» procedería del «oído de la mente», más agudo que el autor.
Los obreros han construido la ciudadela, los poetas la han decorado y los «santos» llegan de visita, paladean la incomprensión de todos y reciben la gracia de un Dios sordo al que le oramos implorando que nos saque del desierto y no lo hace. Mientras, envía profetas disfrazados de hombres y mujeres descalzos, huidizos, para que donen sus textos en bandejas y se desangren en una existencia que padece sin descanso la línea divisoria entre la vida y la muerte: abismo desde el que podrían descender destellos de belleza y gotas de ternura.