Elogio de los bares

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

Enric Fontcuberta | EFE

05 nov 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

«Bares, qué lugares, tan buenos para conversar, no hay como el calor del amor en un bar». Y Gabinete Caligari convirtió la canción en un himno. Reivindicaron los bares, los cafés, las tabernas y cafeterías, los chigres, figones y furanchos, las tascas y cantinas, resaltando el carácter amable y acogedor de los locales que han sido los templos cómplices de confidencias solidarias, las puertas que franqueamos con la mochila intacta de todas las fantasías, los mejores compañeros que nos enseñaron a ver el mundo desde una barra, detrás de un botellín de cerveza o un vaso de vino.

El frío de los inviernos se quedaba a las puertas mientras nos servían el café caliente y nos cobijábamos en el bar.

Siempre he tenido al menos un bar de referencia, un sitio a donde ir, un lugar donde sentarme en la geografía universal de las terrazas para ver cómo pasa la vida. Incluso cuando visitaba una ciudad desconocida, de manera singular en otros países, buscaba un lugar de referencia donde tomar una copa. Era mi orientación urbana antes de volver al hotel. Fueron mis descubrimientos, mis otros monumentos civiles. Al segundo día ya me identificaba el camarero.

En España hay, según el INE, 181.230 locales dedicados al servicio de bebidas; en Galicia se cuentan y se encuentran 9.351 abiertos al público, solo en mi pueblo, en Viveiro, son cincuenta los que integran la nómina.

Recuerdo la cartografía de algunos nombres de bares que se han quedado para siempre en mi imaginario, y de todos ellos evoco uno ya desaparecido que tenía un precioso nombre: O suave bidueiro, que traducido significa el suave abedul.

En la tradición de tabernas y ventas que acogieron en sus veladores a personajes, a autores que escribieron en sus bares sus mejores obras, rindo homenaje a Lope y a Quevedo; a los más recientes, con Galdós a la cabeza, que son legión, en La fontana del oro madrileña o en el Gijón, donde escribía pausadamente Carlos Oroza, rodeado como Umbral de tertulias infinitas. Los cafés parisinos, La Palette o el Procope, donde encontrabas a Modiano, o el San Marco de Trieste, donde nos esperaba Claudio Magris, a la sombra de Joyce y de Italo Svebo. Centenares de escritores que, como Pepe Hierro, supieron acogerse al amparo feliz de los bares.

Dicen que de uno de ellos, en Estocolmo, salió Knut Hamsun camino de recoger el premio Nobel de literatura. Dicen que lo recogió borracho, acaso incrementó así la leyenda del santo bebedor. Es el elogio de los bares.