
Nuestro mundo, el que conocemos y habitamos, se desintegra poco a poco. Lo que creíamos firme se derrumba; nuestras certidumbres se desmoronan conduciéndonos al desasosiego; el miedo se instala en nosotros.
Necesitamos asideros para poder vivir sin angustia; valores y creencias que nos consuelen en las noches de insomnio; barandillas que nos sirvan de apoyo ante un destino incierto. Pero, ¡cuidado! En situaciones de crisis debemos estar alerta. El coste de la flaqueza puede salir muy caro. Los totalitarismos y el pensamiento único emergen en tiempos de zozobra; recordemos la solución final de Hitler o el Gulag de Stalin, linchamientos multitudinarios cuya barbarie fue acallada por muchos. Tampoco sucumbamos a las gratificaciones inmediatas ni a lo fácilmente digerible. Seamos valientes. El miedo y la debilidad se combaten con más racionalidad; las sombras de la posverdad se alejan espoleadas por una disposición de espíritu que nos hace más libres y auténticos, la actitud filosófica.
El ser humano no es un caballo desbocado que avanza huyendo del peligro, su valor reside en el cálculo, la lógica y la crítica, es decir, en su capacidad de discernimiento y análisis y en la toma de decisiones razonada.
El someter a juicio la autoridad, la tradición, las consignas y la ingente cantidad de información que nos llega por todas partes sin ser contrastada ni verificada es el don que nos hace más libres. No dudar de todo haciendo de la duda una actitud ante la vida, sino emplearla como propuso Descartes como método para alcanzar la certeza. Y es que la filosofía no es una retahíla de teorías sobre el ser o la existencia, ni un conjunto de eslóganes de personajes freaks, sino una herramienta poderosísima frente al dogmatismo y el engaño. ¿Y qué abunda más en esta época que la mentira enmascarada?
Reivindiquemos, hoy más que nunca, esta genuina disposición del espíritu humano hacia la búsqueda de la verdad, porque nos aleja de servidumbres e ídolos de barro.