
Hay conceptos cuya importancia se percibe más en tiempo de crisis: cuando las cosas vienen mal dadas y se necesita la cooperación de todos para salir del atolladero, entonces recordamos la importancia del civismo y de la idea común como palancas de cambio y argamasa social: que seamos conscientes de ello es señal de salud moral. Pero ni civismo ni bien común aparecen por ensalmo, ambos necesitan ser cultivados. Nos invade una desafección política profunda, procedente de la fatiga ciudadana que afecta a nuestras democracias. Invocar el bien común es reclamar el bien que desde Aristóteles la ética ha ido teniendo en cuenta: el mismo que el paradigma de la subjetividad grosera y el utilitarismo ha venido debilitando.
Cada uno debe empeñarse en la búsqueda del bien común desde su identidad, sabiendo que esta no es la medida de todas las cosas. Lo decisivo es la voluntad de vivir juntos en armonía, respetando los derechos de todos, sin descartar a nadie; lo importante es la esperanza de que el bien de cada uno se puede reconciliar con el de todas las otras personas. Construimos nuestra vida personal y colectiva decisión a decisión; pequeñas, medianas y grandes decisiones. Cada vez que optamos por la verdad, la bondad y la belleza —los atributos trascendentales del ser— estamos construyendo la sociedad fraterna, justa y solidaria que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro corazón.