Hacía tiempo que no me pasaba. Esa sensación de que has penetrado en un universo del que no quieres salir, de que el tiempo se detiene, de que vives entre los personajes, que sientes en tus carnes su frío y su calor, su miedo, su odio y su desesperación. Y al salir del cine, una euforia rara. La grata emoción de que esa película no es solamente la historia en sí, sino una proyección que despierta una serie de connotaciones, de aperturas mentales y psíquicas, como si los personajes y la atmósfera siguieran en nosotros. Se han dicho muchas cosas, pero creo que As bestas, el filme de Rodrigo Sorogoyen, inspirado en el crimen de Santoalla que tuvo lugar en el 2010 en Petín (Ourense), no deja a nadie indiferente.
Desde la primera escena, en la que varios paisanos discuten en la penumbra de una sórdida taberna de aldea, se masca la tensión, la intuición de que algo brutal está por venir. Como correlato o imagen que va trabajando en el inconsciente del espectador está la rapa das bestas, esa tradición tan gallega que es la lucha entre el caballo salvaje de los montes y los aloitadores, que inmovilizan a los equinos para cortarles la crin, desparasitarlos y marcarlos, antes de devolverlos a su medio natural.
Poco a poco vamos enterándonos que entre dos aldeanos hermanos llamados Xan (un magistral Luis Zahera) y Loren (Diego Anido) y una pareja de franceses que se han instalado en el pueblo para cultivar verduras ecológicas y vivir el sueño de una vida rural hay un sordo enfrentamiento. El conflicto, que irá creciendo como una bola de nieve, viene de tiempo atrás: a diferencia del resto de los vecinos, los franceses no han aceptado la oferta de las eólicas, por lo que ahora nadie puede beneficiarse de ese dinero fácil. La felicidad que, en teoría, llegó cuando los dos extranjeros se instalaron en ese remoto lugar de Galicia contenía una peligrosa corriente oculta: lo salvaje, lo irracional o lo monstruoso puede irrumpir en cualquier momento.
Pero esta película es mucho más. Habla de cosas que a todos nos sonarán: la ya manida problemática de la España vacía, la lucha de clases, la libertad de dejar a cada cual vivir la vida que desea, la xenofobia, el miedo al extraño o la lucha contra «el gigante» de cualquier tipo, escenificada a través de los molinos de viento. En la segunda parte, además, se produce un giro de la trama espectacular. La guerra deja de ser masculina y toma protagonismo el personaje femenino de Olga (Marina Foïs), una mujer que encierra una dignidad misteriosa y que hace de la tozudez y la resistencia su arma más poderosa.
Se han dicho, sí, muchas cosas de As bestas, por ejemplo, que es maniquea y que arroja una torva mirada sobre Galicia de dudoso sentido ético. No estoy de acuerdo. Si algo bueno tiene el filme es que nos ayuda a entender todos los puntos de vista: el de esos dos extranjeros que, como ocurrió en el caso real, han puesto todas sus ilusiones en su proyecto de vida tranquila y ecológica, pero también el de los pobres aldeanos para los que el dinero que ofrecían las eólicas era la única esperanza de salir del infierno de una vida de penurias, aislamiento y trabajo. Lo explica muy bien Xan, ese personaje carcomido por la ira y el rencor, al decirle al francés que ojalá se hubiera despertado en otro pueblo. Vayan a verla. Es de lo mejor que ha producido el cine español en mucho tiempo.