Roma, 2005

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

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04 ene 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Aquel abril del 2005 llovió mucho en Roma. La muerte a cámara lenta de Juan Pablo II y su obsesión mediática presagiaban un duelo tumultuoso y en esa rareza geográfica que es el Vaticano. El pronóstico se cumplió y la noche en la que Wojtyla pereció al fin, en San Pedro no cabía un alma. Estaban, claro, los católicos, pero también una representación en miniatura del mundo, atraídos todos por la formidable influencia de una institución que ha determinado el devenir de la humanidad y definido nuestra relación con la vida. El período de sede vacante era perfecto para tomarle la temperatura a un reino que es muy de este mundo y al rumbo que sus príncipes querían darle tras el mandato fundamentalista del papa muerto.

Para una mujer periodista en la treintena, instalada en un ateísmo convicto tras ser entrenada para ello en un colegio católico, informar sobre lo que pasaba en el Vaticano se convirtió en un desafío, acomodadas como estamos las mujeres en una fila secundaria de ese rito, al servicio de la autoridad masculina. Aún así fue fácil hilvanar una demanda ruidosa de los cuadros menos reaccionarios de la Iglesia, que esperaban un volantazo al mandato ultraconservador del pontífice polaco que permitiera suturar la hemorragia de fieles. En Sudamérica, por el éxito de los cultos sincréticos; en África, por la rigidez de Roma para respetar las identidades del continente y en Europa, por el divorcio oceánico entre la espiritualidad civil y la que representaba Karol Wojtyla. Algún interlocutor, bregado en una misión africana y fatigado por las instrucciones romanas, fue radical sobre el riesgo de cisma que se cernía sobre su Iglesia. Pero nada de ese pronóstico se cumplió. Cuando en San Pedro se escuchó el nombre de Ratzinger cundió la certeza de que todo seguiría igual.