
Busqué las imágenes satelitales de la borrasca Hannelore, porque al mal tiempo no solo me gusta ponerle buena cara, sino también mirarlo directamente a los ojos. Y ahí estaba: una caracola que se encrespaba, girando en la forma de un símbolo celtizante o una galaxia, como un ojo gigantesco de Dios de catecismo, avanzando inexorable. Cada borrasca tiene su rostro, una fisonomía particular, y esas fotografías desde la órbita son retratos psicológicos como los que pintaba Velázquez, aunque se nos presenten con la estética del arte abstracto. Hace unos días, en las fotografías de los satélites, Gerard era una ola que barría la costa cantábrica como si fuera la cubierta de un pesquero y empuñaba un manojo de vientos que parecía un arpón apuntado a Las Landas francesas. Y, casi tropezando con ella, la majestuosa Fien parecía que llevase sobre los hombros la capa de armiño de un monarca medieval, y que, en realidad, era la marejada de puntos blancos que representaban los chubascos preñados de lluvia, nieve y tormentas. Se los veía emborronados por la fuerza del viento, ese viento ártico que en los mapas aparecía destacado en el color de un vino de Burdeos, como una mancha que se escurre por el mantel de una mesa.
Además de las fotografías desde la órbita, me gusta igualmente observar los mapas meteorológicos y su gramática del tiempo. Aunque también parezcan ilustraciones como las fotografías satelitales son más bien textos escritos a base de ideogramas, evocadores como la poesía. Antes se publicaban diariamente en los periódicos, pero hace tiempo que los han ido sustituyendo otros menos especializados, más útiles para el común de los mortales. Pero yo sigo buscando los mapas técnicos para apreciar esa caligrafía de isobaras y flechas que hacen que la meteorología parezca una guerra eterna en los cielos. No es extraño que los antiguos imaginasen precisamente así el tiempo atmosférico: como una querella entre dioses, el resultado de las luchas y desacuerdos entre Eolo y su padre Poseidón o entre Thor «el hacedor de tormentas» y Odín. Y, de hecho, la meteorología moderna nació precisamente en el contexto de la Primera Guerra Mundial, y lo hizo trasladando conceptos del campo de batalla a los cielos; a veces, de manera literal, como en esa denominación de «frentes» fríos o cálidos y su representación como el despliegue de un ejército que avanza.
El caso es que cuando uno ha visto la fisonomía de las borrascas luego cuando llegan se le hacen conocidas. Como en un test de Rorschach, en esas ilustraciones se adivinaban ya los secretos de su comportamiento. Así, en diciembre Efraín se presentó cortando carreteras como un gigantesco río atmosférico, con su lluvia tropical densa y pesada. El taciturno Gerard fue dejando placas de hielo al paso de su aliento helado. La nerviosa Fien, que golpeó el miércoles pasado, lo hizo como si desplegase su capa de armiño en la forma de un manto de nieve, derribando árboles con sus vientos salvajes y levantando olas de ocho metros. A partir de hoy, con la llegada de Hannelore se prevé que vuelvan a sucederse las imágenes de árboles arrancados y carreteras heladas. Y, una vez más, como desde los tiempos más remotos, resulta difícil evitar la sensación de que todo esto es, en efecto, el resultado del capricho de los dioses antiguos, enzarzados en sus peleas de las que a nosotros no nos cabe más que ser espectadores asombrados o víctimas
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