Está a punto de cumplirse un año de la brutal invasión rusa de Ucrania, convertida en una guerra devastadora con centenares de miles de víctimas (entre ellos, al menos 30.000 civiles muertos), destrucción masiva de una nación, ciudades reducidas a escombros, crímenes de guerra, ejecuciones, violaciones, torturas, secuestro de niños enviados a Rusia, millones de desplazados... Lo que parecía que iba a ser una rápida y aplastante victoria de los agresores se ha transformado en una cruel guerra de desgaste, que se prevé de larga duración, en la que ninguno de los dos bandos está dispuesto a ceder, lo que imposibilita una solución negociada, la única posible, ya que no se vislumbra la victoria de uno ni de otro. Doce meses de heroica resistencia del pueblo de Ucrania, que junto a la imprescindible ayuda de los aliados occidentales, sin la cual ya habría sido aplastada y derrotada, han equilibrado el tablero militar. Putin, un dictador brutal, un «híbrido horrible de marrón y rojo», de fascismo y comunismo, como lo denomina el escritor ucraniano Yuri Andrujovich, ha demostrado su desprecio absoluto por las vidas humanas, no solo las de sus enemigos, sino también las de los jóvenes soldados a los que envía al matadero como carne de cañón. Va a seguir hasta el final porque se lo ha jugado todo a una carta. Lo mismo que Zelenski, que pretende que Rusia devuelva todos los territorios ocupados, incluida Crimea. Ante este escenario de empate mortífero, Occidente no puede abandonar a Ucrania y está obligado a seguir ayudando militarmente al país agredido, al tiempo que debería mover todos los hilos diplomáticos para aprovechar cualquier oportunidad de poner fin a la guerra, lo que ahora parece imposible.