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La vida es el autentico paisaje que cabe entero en la mirada. Así, sin averiguar qué es lo que se esconde al otro lado del horizonte, vamos construyendo castillos en el aire con los retazos de las luces y las sombras que han dibujado los momentos más felices que se quedaron en el ángulo vivaz de la retina.
Y tenemos a Turner y a Constable, a Fortuny y a Sotomayor, a Friedrich y Abelenda, a Sorolla y a Julia Minguillón, pintando nuestra historia personal desde algún rincón de nuestra cabeza.
Dejó escrito el pintor británico Turner que el sol y el paisaje son dios, y debe ser cierto porque este mediodía, almorzando en un restaurante con la mar y el sol tibio de abril recomponiendo el paisaje que me golpeaba de frente, que se quedaba estático en mis ojos, tuve la certeza de la proximidad divina y coincidí temporalmente con Turner.
Reconciliarse con el cuadro sinfónico, con la paleta cromática de Galicia en primavera, para quien vive alejado de su tierra de nación, es agavillar de golpe todas las emociones que han crecido con el oficio de hombre. El camino estaba festoneado con todo el oro viejo y restallante de los tojos, la tarde era un bastidor bordado de amarillos que resaltaban el catalogo de verdes que había devuelto al paisaje al primer día de la creación. Verde amanecido y vespertino, de terciopelo y de musgo, del color de las manzanas que acharolan su piel vestidas de domingo. Verde pálido de mil convalecencias, verde olivo y del color del armisticio cuando se tapian las trincheras y se proclama la paz deseada en Ucrania, Etiopía o Sudán.
Y de frente la mar, color estaño, la mar azul poblada de verdes que riza su melena de agua, una plácida brisa pizpireta.
El paisaje perfila, en esta tarde sagrada de la santa semana de Pasión, la cartografía de un atlas vital que nos da cuenta y razón del camino que con nosotros recorrió el paisaje, que, como nos recordaba el genial pintor Caspar Friedrich, es lo que se ve en sí mismo.
Estoy desandando el paisaje de mi infancia y adolescencia, el de mi pueblo que cuentan viejas fotografías colgadas de la pared del Jueves Santo y del lado más amable del Viernes de Dolor, cuando Cristo es ajusticiado y asesinado clavado en una cruz. Camino junto al paisaje que me acompañó otros días cuando Viveiro era un lugar perdido al norte más al norte, y estoy sintiendo en la foto fija de la mar, de frente, al paisaje que se ancla en la memoria, como un viejo compañero.