
El protocolo sufre a veces los embates enfurecidos de quienes desconocen su propósito: acartonado, casposo, rígido, corsetero, contrario a la espontaneidad democrática. Sin embargo, el protocolo y sus profesionales velan por algo preciosísimo: que todo el mundo se sienta cómodo, a gusto. Por supuesto, hay gente a la que le importa un bledo cómo se sientan los demás. Peor, algunos procuran generar incomodidad por sistema y se apuntan, como niños pequeños que se creen traviesos, a la mala educación. Esas actitudes se reservaban antes a la transgresión pero, como diría el filósofo y escritor Javier Gomá, ahora todo es bohemia, solo que vulgar; es decir, generalizada. La salida chirriadora que celebraríamos en Picasso o en Paco Umbral resulta inconcebible en el presidente de un país. Acudir a una recepción saltándose la etiqueta —¡aquel maravilloso jersey andino de Evo Morales!— no es cosa de revolucionarios, sino de paletos que no saben respetar a sus anfitriones ni a los demás invitados ni al pueblo al que representan.
Esta semana se han dado varios casos noticiosos: el de un ministro que, según las crónicas, aparece sin que nadie le haya invitado y exige lugar de honor, y el del presidente de la queridísima y culta Colombia, que acudió a la cena de gala en Palacio sin la vestimenta protocolaria. Como si el frac le hiciera parecer menos de las farc y más de derechas, sobre todo yendo con una mujer alta y guapa como las respectivas de Bolsonaro o Trump.
Lo peor fue que la víspera de su viaje se dedicó a ponernos a parir de un burro, como dijo alguien trabucado, y a llamarnos esclavistas. Están inventado la diplomacia de la impertinencia: ni amable ni integradora ni sensata. Insolentes nunca faltan. Con sus followers.