
Volvíamos de comer en un restaurante asturiano con unos amigos americanos de visita en Madrid. Cerca de la glorieta de Quevedo nos llamó la atención una pequeña tienda en la que parecía que no había nadie. La puerta estaba cerrada, pero desde su interior nos observaban docenas de ojos ciclópeos, enigmáticos como los de la estatuaria griega. Eran cámaras antiguas, las venerables Exakta, Yashica, Leika…. Junto a ellas, se agolpaban viejas polaroid, «tomavistas», proyectores de 8 mm, telescopios de todos los tamaños con sus objetivos cristalinos como el ojo húmedo de una ballena … Hay tecnologías que tienen la característica de que cuando pierden su novedad se convierten en arte.
Vino el dueño a abrirnos la puerta. Era un antiguo mecánico que se había pasado la vida arreglando aparatos fotográficos. Ahora, jubilado, se encontraba con que, sin ser propiamente un coleccionista, había acumulado centenares de cámaras reparadas, pero anticuadas. Tenía muchas más en un almacén cerca de allí. Quería venderlas, pero se notaba que no podía. Daniel y Joy, por ejemplo, le preguntaron el precio de una, y la respuesta lacónica y escasamente comercial fue: «Mucho». Estaba claro que todavía no había logrado mentalizarse de que tenía que desprenderse de sus cámaras, con las que seguía haciendo fotografías. «En calidad, no hay comparación entre la foto digital y la analógica; pero, sobre todo, a mí lo que me cuesta es renunciar al revelado. Uno no sabe qué va a salir y tiene la ilusión de esperar, eso no se paga con nada». Ya no quería arreglar más cámaras, «solo mirar el cielo». En efecto, en la penumbra de la tienda se distinguían por todas partes las fotografías que había tomado del Sol, de sus explosiones y llamaradas sobrecogedoras retratadas con una nitidez extraordinaria. «Con la cantidad de luz que hay en Madrid por la noche, el Sol es lo único que se puede fotografiar». Luego, el hombre le preguntó al pequeño Martín si se sabía los planetas. Se los sabía. Como premio, le dio un fósil, de los que tenía muchos en una caja de cartón. También le dio una postal de la Luna con sus mares, montañas y cráteres. Los había rotulado pacientemente él mismo con devoción de astrónomo aficionado. El niño miró sus regalos con curiosidad. Quizás intuía que tenía en sus manos dos abismos: el del tiempo y el de la distancia.
Desde luego, no es frecuente recibir una postal de la Luna. Los días de Luna llena los antiguos veían toda clase de cosas en su superficie: los chinos creían distinguir el conejo mágico que fabrica el elixir de la inmortalidad, los europeos medievales veían a Caín huyendo tras su crimen. Luego, Méliès se lo imaginó como una cara. Ahora sabemos que nada de eso existe. Lo que hay en realidad es más fascinante. Y ahí estaban, en la postal, apretados, los nombres de tantos lugares extraordinarios: la alta sombra de los Apeninos lunares, extendiéndose a lo largo de centenares de kilómetros, impresionantes cuando el sol los ilumina de lado; el cráter Tycho, que despide una luz brillante; los muros dentados del cráter Grimaldi; el suelo liso, como una pista de patinaje, del cráter Platón junto a los Montes Tenerife; la delgada línea negra, como hecha con tiralíneas, de la falla Rupes Recta; el Mar de la Tranquilidad, donde un día se posó el Apolo 11…
«Yo también descubrí el cielo de niño —dijo el hombre—. En Extremadura, durante la siega… A veces hacía tanto calor que acabábamos de segar por la noche y yo me tumbaba en la hierba y miraba las estrellas. No he vuelto a ver un cielo así».