
Hay cerca de mi casa un colegio que entorpece a menudo la circulación e impide salir en coche a los que viven en aquella calle. Unas obras recientes han sido incapaces de evitar la doble fila y los embotellamientos. Pero no me quejo, porque me encanta el espectáculo de los niños que llegan a clase por las mañanas de la mano de su madre, de un abuelo, de una asistente. Algunos ya apuntan condiciones de liderazgo: les reciben otras niñas o niños con risas y grandes abrazos, como si no se hubieran visto desde el curso anterior. Pocos bajan a regañadientes de los coches, casi arrastrados desde la sillita del asiento trasero. Casi ninguno mira al frente, van lentos y distraídos; por eso, más que llevarlos de la mano, los arrastran. Pero la mayoría se dejan hacer, llegan dormidos, con unas caras que producen ternura, incapaces de reaccionar a la cháchara de sus acompañantes o a sus besos y carantoñas.
Supongo que ese colegio será mañana colegio electoral y que iremos. Quizá con desgana, mirando a los lados o con sueño, arrastrados. Pero sabemos que deberíamos ir, aunque nos falte ilusión, aunque no percibamos muy bien la diferencia entre ir o no, aunque solo sepamos a quién o a qué no votar, aunque pensemos que siempre nos equivocamos, puesto que no creen en nada y juegan con nuestras inseguridades. Aunque votemos en blanco.
Votar es siempre una forma de levantarse, de ponerse en pie, de no resignarse ni al mangue ni al mangoneo, tampoco a la desfachatez. Un modo de no estar solos, de intervenir en la historia, de conseguir que la política deje de ser un mundo paralelo en el que solo podemos hacer una cosa: pagar. Mañana, aunque sea domingo, iremos al colegio.