
Tenía medio escrita una columna en la que comparaba la atención recibida por el submarino de recreo que se perdió en el pecio del Titanic con cinco personas a bordo y los centenares de muertos de esta semana en el Mediterráneo: no solo el pesquero que se hundió frente a las costas griegas con «entre 450 y 750» pasajeros, sino también las pateras que se perdieron entre las dos costas, como la zódiac que naufragó a 150 kilómetros de Canarias y que deja dos muertos y unos treinta desaparecidos. Pero esa columna la publicó ayer Cristina Pato en este mismo espacio y no voy a repetirla. Solo pretendo abundar en algunos puntos.
En la ruta del Mediterráneo, desde hace años, mueren más personas que en ninguna otra ruta de emigración del mundo. Peor: mueren tantas como en las demás rutas juntas. Y las cifras solo crecen. Según la Unión Europea, los viajes desde el este de Libia, y con fórmulas similares a las del pesquero hundido, se multiplicaron por seiscientos desde enero. La ONU cuenta más de 103.000 intentos de cruzar el Mediterráneo en el 2023.
También frente a las costas españolas el número de muertos ha crecido sin parar en los últimos años. En este ya estamos a punto de sobrepasar las cifras del pasado y todavía no hemos llegado a julio, el mes que suele acumular más intentos y muertes. Por supuesto, hay problemas que no se pueden resolver con mero voluntarismo. Hace falta que otros también quieran y no quieren. Prefieren usar la desesperación de esa pobre gente que se juega la vida a cara o cruz. Los ven como un arma disponible que activan cuando Europa no les da lo que injustamente reclaman. Me parece que se ha demostrado inútil hace ya tiempo.