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Me gusta la palabra. Me divierte la imagen que me devuelve: la típica mujer salida de la Sección femenina (alguien tipo Pilar Primo de Rivera), abotonada hasta el pescuezo, que muestra una moralidad o virtud exagerada (que, en realidad, está lejos de poseer), siempre dispuesta a escandalizarse.
La etimología parece una broma: la palabra está compuesta de «mojo» que era la forma castiza para nombrar al felino y «gato» (que se añadió cuando la primera dejó de entenderse). De modo que, mojigato era la manera de aludir a la doble moral de una persona: por un lado, a sus maneras suaves o gatunas y, por otro, a su carácter taimado y traicionero (al zarpazo que puede llegar en cualquier momento).
Como todos sabemos ya a estas alturas, en la localidad madrileña de Valdemorillo hay mojigatos. Se trata de concejales de Vox que se escandalizan (o eso parece) porque allí se vaya a representar Orlando, de Virginia Woolf. En esta novela escrita hace casi cien años, hay una mujer que se transforma en hombre, y claro, esto es inapropiado. ¿O acaso hay algo más en este texto que no debe salir a la luz y no nos hemos enterado? En todo caso, resulta interesante que si esta novela está considerada como cumbre del feminismo, no es por el hecho de que un hombre se transforme en mujer, sino por cómo es tratada esta a partir de entonces. Su pérdida de derechos es inmediata, a pesar de que sigue siendo el mismo, o la misma. Es decir, que las cosas son o no son dependiendo de quién las mire o las juzgue: mientras sigan existiendo ediles como los de Valdemorillo, Orlando seguirá siendo objeto de escándalo. O, como decía el artista Juan Muñoz ante esos balcones que aparecen en sus exposiciones descontextualizados, sin calles ni gentes que se asomen: «El vacío no se muestra. Se muestra el deseo de que este se llene».