
Esta semana que acaba, mientras usted estaba en la playa quejándose de lo caro que está todo y jugando a las palas, yo me la pasé vendiendo libros en una caseta de la feria de mi ciudad. El mundo del feriante, al que me dedico apenas unos pocos días del verano, es verdaderamente entretenido. Por el paseo, claro está, la gente pasea. Y uno, que los ve, se imagina sus vidas y a lo mejor sus lecturas. Entre ellos, a veces, aparecen tímidos ciudadanos que buscan colegas con los que poder desahogarse. Son ejemplares de lo que se ha dado en llamar el lector literario. Se distinguen de entre los otros compradores en que apenas muestran sus sentimientos, no cazan autógrafos ni pegan grititos, no se entusiasman. Actúan con modales discretos y movimientos contenidos. No alaban a un autor en su totalidad, como persona, sino su obra, y no siempre toda. Valoran lo que ven, lo comentan con el librero o el editor, leen la contraportada y menean la cabeza dubitativos —porque saben que esas líneas están escritas de otro puño, quizá el del propio editor, y porque en general no están de acuerdo—. Pero eligen por fin un libro de Coetzee o de Kallifatides, y ponen la palma de la mano sobre la cubierta, como bendiciendo a un recién nacido o calmando a la fiera. Entonces pagan y se van a casa. No prosiguen el paseo ni van a tomarse un helado a la Marina, no se sientan en un banco a contemplar a las tórtolas. Apuran el paso con el paquete firmemente agarrado, como si llevaran un cóctel molotov.