El último rayo de sol de esta tarde se cuela curioso por la ventana y revienta su saludo de luz contra la pantalla del ordenador. Vino para contarme que en esta línea se cierra el paréntesis de un verano que se está yendo, escondiéndose, ocultándose tras el telón de sombras de la noche vecina.
La luna es azul e inmensa, no sé si agosto pone el punto final en el cielo con un coro de estrellas pizpiretas custodiando la cara redonda, bobalicona y sorprendida del satélite de la Tierra.
Y yo escribo un adiós muchachos que suena al tango de la despedida, a un amasijo de hasta luegos repetidos, a la canción triste de volver cuando se agostan los días del verano que concluye.
Y el balance es una hoja en blanco, como siempre, un poema aplazado de una sola estrofa, una punzada aguda en el centro de tu pecho.
Y es el retorno, la página que no escribiste en el libro de los adioses, el abrazo al amigo que te convoca para cuando el rosario de los meses vuelva a coincidir con agosto.
Y miras al horizonte y sabes que la mar es solo una placa de estaño quieta que busca la gama de los colores tenues del arco iris.
Y el coche cabalga lentamente y atrás queda la verbena de la plaza, los días de fiesta celebrada, y vuelves a bailar un vals de ceremonia, que se detuvo danzando alrededor de tu imaginación.
Y entiendes, al fin, todos los significados de señardá, de la saudade que ya contaste en otro articulo, de la nostalgia que, como una lancha, como un bote a remos, navega al pairo de tu melancolía.
Ya no se ve la mar, y el automóvil emboca los caminos de mesetas que continúan señalando lejanías. Y el silencio lo dice todo, cuenta el relato sucesivo de treinta días, la narración dispersa de treinta soles que se quedaron tendidos, varados en la orilla. Y la vida es una hosanna, una epifanía, la brisa primera de septiembre recién inaugurado.
El adiós muchachos suena reiterado en el eco de un valle donde no se escucha el himno de las despedidas. Nos vemos, nos vamos, hasta siempre, adiós muchachos, gritas, pero no te oye nadie.
Volver, volveremos, dejamos el pueblo de rehén de sí mismo, aguardándonos, y por el páramo vuelves a oír las campanadas del reloj de la torre que mide el paso del tiempo, cuando por arte de birlibirloque regresas a la infancia ida y sabes que ya se fue el verano, que te fuiste con él, que mudaste el pueblo por la ciudad y que solo esperas volver.