A finales de los años setenta se popularizó en los colegios españoles medir la inteligencia de los niños a través de unos test que confeccionaba una empresa privada. Además de pruebas de lógica, inteligencia espacial y habilidades matemáticas el cuestionario incluía un autodiagnóstico en el que se pedía al alumno que se identificara con una clase social. La tendencia, en aquellos años de progreso y esperanza, era autocorregir hacia arriba la posición porque, a pesar de las profundas cicatrices del franquismo y de los contratiempos colectivos, existía la certeza de que el ascensor social rulaba. No es que fuera un mundo de desclasados en el que se renegaba de los orígenes humildes, hurtándose así el mérito que supone vivir cada año un poquito mejor, sino que los ejemplos de mejora abundaban y la convivencia interclases parecía posible.
Inevitable pensar en aquellos años al escuchar el tratado de sociología que se marcan en un minuto los Beckham en el documental que acaba de estrenar Netflix sobre esta pareja que aún no sabes por qué no puede caerte mal. Victoria se dispone a teorizar sobre la cultura del esfuerzo como hija de una familia very working class cuando asoma la nariz su marido, con la determinación de quien sí sabe de dónde viene: «Sé honesta». La diseñadora intenta mantener su teoría en lo que ya es solo un balbuceo ante la reiterada petición de su pareja: «Sé honesta». El futbolista zanja el diálogo: «¿En qué coche os llevaba tu padre al colegio?». Más farfulleos. «Una respuesta», exige desde la puerta Beckham. «Bueno, mi padre tenía un Rolls», se rinde al fin la excantante. Algo en Victoria Adams le obligaba a presumir de ser algo que nunca fue y que en su cabeza sonaba mejor: pobre.