Fue en 4.º de EGB, en la nebulosa entre los 8 y los 9 años. Le parecía el ser humano más maravilloso del mundo, era cariñoso, bueno, y siempre estaba pendiente de él. Le daba Lengua, la asignatura que más le gustaba, y era un profesor tan solícito que cada vez que se ponía malo de la garganta era el primero en atenderlo, incluso lo llevaba en su coche a casa. Era tan especial con él que empezó haciéndole cosquillas para animarlo en esos picos de fiebre. Una vez, en uno de esos trayectos en su coche, se desvió, se sentó a su lado, le puso la cabeza sobre su falda y empezó a manosearlo mientras se masturbaba. Cuando terminó, lo llevó a casa como si nada. Pero este no es un capítulo de una serie para Halloween. A aquel niño le entró un miedo que no sabía expresar. Lo ahogaba. Un tiempo después, cuando estaba en un campamento de verano, el crío se hizo daño en un ojo y ahí el profesor acudió rápido a cuidarlo en la enfermería. Después, ya en el cuarto cerró la puerta con llave, le ató las manos antes al niño, porque le dijo que durmiendo tenía miedo de que se tocara el ojo, y lo violó. Lo demás fue sangre y vergüenza. Y una herida para toda la vida. Una oscuridad que ya de muy mayor me reveló el escritor Alejandro Palomas. Su violador se llamaba Jesús Linares y era religioso del colegio La Salle. Se murió sin que nadie lo condenara. La Justicia necesita más nombres.