Volver al bosque animado

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

05 nov 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando se publicó El bosque animado, el hermoso libro de relatos de Wenceslao Fernández Flórez, tuvo tal éxito que llamó la atención del mismísimo Walt Disney, que acababa de hacer Bambi y le dio vueltas a comprar los derechos, aunque luego la cosa se quedara en nada. El libro no dejó de vender una edición tras otra y se tradujo a numerosos idiomas. Wenceslao, que al contrario que su bosque siempre estaba algo desanimado, era escéptico. Un día que fueron a entrevistarlo a su casa, el escritor coruñés le mostró al periodista una edición que le habían enviado del libro en chino y señalando unos caracteres ideográficos en la cubierta le preguntó: «¿De verdad cree usted que aquí pone “Wenceslao’’?».

Se cumplen este año ochenta de la publicación de El bosque animado y yo me he puesto a releerlo con gran placer. Se dice que el humor envejece mal, pero será que yo también envejezco mal porque a mí me siguen haciendo mucha gracia los árboles que discuten con un poste de telégrafos, el alma en pena que emigra a Cuba o la meiga que utiliza para sus conjuros un texto escolar en latín de La guerra de las Galias. Como profesional de la cosa, me admira la habilidad con la que el autor teje sus pequeñas historias entre sí, mete un cuento dentro de otro cuento y hace hablar a los animales y las plantas y a los humanos sin que se note un cambio de registro.

Yo diría que la Fraga de Cecebre, en la que transcurren las historias, es nuestro Macondo, una Arcadia tierna y un poco triste (porque la ternura es casi siempre triste), inocente sin ser ingenua, de un costumbrismo que no es tópico sino irónico. Y sobre todo está el paisaje. El protagonista es el bosque mismo, y hay ahí algunas de las descripciones más minuciosas y logradas del asombro que produce la naturaleza, del camino encharcado y el olor de los helechos, del miedo de la noche que roza los pinares mientras alguien los atraviesa llevando una antorcha de paja.

Leyéndolo me vienen a la memoria los veranos que pasé de niño en la casa de los cariñosos padres de mi tía María Antonia, en Mabegondo, que está precisamente muy cerca de Cecebre (en el libro, de hecho, la señora que va a consultar a la meiga es de San Tirso de Mabegondo). Para ir de la casa a comprar al colmado, mi hermano Antonio y yo teníamos que atravesar un bosque que nos producía el mismo temor reverencial, la misma atracción fascinante y misteriosa que olía a resina y tierra húmeda. Confieso que entre el laberinto de troncos no llegamos a ver almas en pena ni topos ni árboles que hablasen, pero si uno miraba los ojos acuosos y profundos de la Tuna, la fiel perra de la casa que nos acompañaba siempre, estaba claro que ella sí que los veía.

Luego, cuando José Luis Cuerda estaba preparando su versión cinematográfica del libro y fui a visitarlo al rodaje, me contaba frustrado que había tenido que desechar la idea de rodar en la auténtica Fraga de Cecebre porque, decía él, no se parecía ya a la de Wenceslao. Se equivocaba: ni estaba tan distinta ni en realidad se le pareció nunca del todo. Aunque menos extensa que en tiempos de Wenceslao, era entonces y es todavía una fraga hermosa y amena, pero sería una de tantas si el escritor no la hubiese puesto en prosa y la hubiese llenado de detalles. Porque en El bosque animado lo que hizo Wenceslao fue crear la forma ideal del paisaje gallego, no como es, sino como lo recordamos en la lejanía, un lugar en el que en realidad no hemos estado nunca del todo porque es en parte imaginario, pero al que queremos volver.