Nuestras madres, que habían vivido el franquismo, prohibían hablar de política en la mesa. Las comidas familiares debían discurrir sin discrepancias. Hablábamos de las preferencias por el cocido o el lacón, las filloas o las orejas. Éramos diferentes, pero no convenía evidenciar la pluralidad. Como cantaban los payasos de la tele, no había nada más lindo que la familia unida. Y la política, como los grelos, acababa sabiendo amarga.
Pasados años de cuchipandas, perdura el consejo de nuestras madres y no hablamos de política en la mesa. Hablamos de educación, de cómo en infantil y primaria se suprime la gratuidad de los libros de texto a la vez que se extiende la financiación de centros privados con fondos públicos; o de cómo se propone una selectividad única que garantice la igualdad de oportunidades.
Hablamos de sanidad, con la atención primaria descuidada a la vez que se maquillan los datos de las listas de espera para operaciones, muchas de las cuales son derivadas a hospitales privados. Hablamos de las residencias de mayores, que, más que un servicio, son un negocio.
Hablamos de demografía, tanto del envejecimiento como de la emigración de los jóvenes cualificados. Hablamos de las viviendas públicas que no hay. Hablamos de las industrias, de las que iban a venir y nunca vinieron, caso de la petrolera mexicana que habría de invertir millonadas en Galicia, y de las quiebras de astilleros y conserveras. Hablamos de la televisión autonómica y de su falta de autonomía. Hablamos de los agricultores franceses y de los agricultores gallegos. Hablamos de todo, menos de política.
Mientras estamos en la mesa comemos tranquilos, porque vivimos en una «isla de estabilidad», a la que no arriban ni lanchas rápidas de narcos ni barcos con bodegas cargadas de animalismo, europeísmo, laborismo o progresismo. Somos conservadores, conservamos las costumbres. Puestos a la mesa, de política, como de religión, hablamos lo justo y necesario.