Las noticias que circulan por algunos medios sobre las actividades profesionales paralelas de Begoña Gómez, la mujer del presidente del Gobierno, me recordaron que había escrito sobre eso unos cuatro años atrás. Lo que publico se me olvida, salvo que lo asocie con algo importante para mí. Y ese texto lo he archivado junto a la mala cara que puso mi hermana cuando lo leyó. Total, que ayer fui a buscarlo en Google. Resultó que no era de hace cuatro años, sino de hace seis. Comprobé con vergüenza que estaba muy equivocado en la información sobre la experiencia profesional de la señora Gómez que recogía o insinuaba en los dos primeros tramos de aquel artículo. Solo el último párrafo salva hoy aquella columna. A pesar de que estábamos todavía en agosto del 2018, decía: «Se ha inclinado por la promoción a sueldo de unos intereses particulares y, por tanto, tendrá que aceptar sin quejarse que hablen de las apariencias de la mujer del César o que las sospechas de favoritismo o tráfico de influencias terminen cerniéndose sobre cualquiera de sus actividades futuras». Y añadía que me parecía una verdadera lástima.
Y lo es. Esta señora no ha demostrado la formación ni la altura profesional que le atribuí. Ni puede extrañarse ahora de que emerjan casi a diario actuaciones suyas feúchas, de apariencia sospechosa. Al buscar en Google el mío, vi que los artículos de los últimos días que se refieren a ella como la mujer del César, para subrayar la importancia de ser honrada y parecerlo, ocupan páginas enteras del buscador. En total, 351.000 resultados, pese a lo acotado de la búsqueda. Si no se trata de un clamor, se le acerca ya mucho.
Deberían aclarar las cosas cuanto antes. Si pueden.