Los audios del WhatsApp

César Casal González
César Casal CORAZONADAS

OPINIÓN

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19 may 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Vivimos en una sociedad que es la fórmula uno del cacareo. Se habla por todo y por todos. Cada vez más, tomamos la palabra literalmente. La tomamos al asalto. La agarramos por el pescuezo y no la soltamos. Solo nos escuchamos a nosotros. Y a nuestras verdades del barquero. Nos creemos originales y estamos repitiendo certezas de siglos y falsedades de todas las épocas. La demostración de la dictadura de la palabra es el gusto que la mayoría le ha pillado a enviar audios por WhatsApp. No hay que escuchar al otro. No hay intercambios de frases y de ideas. Le damos a grabar y nos ponemos a hablar al móvil para enviárselo a nuestra víctima o víctimas. No hay posibilidad de defensa para el que lo recibe. Le enviamos nuestro discurso y el otro tiene que apañárselas. Ni siquiera nos importa, en el imperio del yo, si el otro está en situación de poder oír o escuchar el audio. Enviado y vía. Y suele ser habitual que el creador compulsivo de audios te envíe otro en cuestión de minutos. O segundos.

No es una tendencia, que lo es. Es un síntoma. Nos importa un bledo lo que nos contesten. He recibido audios con una pregunta o una propuesta a responder. Pero, cuando me disponía a hacerlo, en seguida me llegó otro audio del mismo autohablante con la respuesta. El diálogo empieza a escasear con tanto púlpito. Todos con derecho de cátedra. He visto a personas caminando y a la vez grabando audios para enviarlos sin parar. Un espectáculo. El audio es una agresión débil. Se reenvían a terceras personas como un virus. ¿Para qué enviar audios si puedes llamar a la persona con la que quieres hablar? Tienes su número, pero no lo haces porque es mejor escucharse uno a sí mismo sin interrupción. Es un atajo que lleva a la imposición. Reflexionemos. Empezaron los chavales, pero ahora lo hacen los mayores. La pereza es colaboracionista de los audios. No tenemos ni que teclear. Pensé en los audios al quedarme sin voz. Nada como perder algo para valorarlo. Me quedé entre afónico, ausencia total de voz, y disfónico, una voz entrecortada, débil, a veces ronca y otras un pitido. Una voz entre la de Miguel Bosé, la de Sabina tras un concierto y una farra y la de Vito Corleone. Me quedé sin voz tras una vida trabajando en La Voz. En ocasiones, de mi boca salía un extraño silbido como el del adolescente al que le muda el tono. Valoré de forma extrema la importancia de la voz. Empaticé con los que padecen mudez. Me desesperé. Solo un otorrino sabio, López Amado, me calmó y me invitó a seguir el tratamiento y tener paciencia. «La voz tarda en volver. Pero vendrá». Me enteré de que las cuerdas vocales son músculos. Y me fijé en la epidemia de los audios. Tal vez por envidia. El episodio de silencio obligado me hizo recordar aquel zasca del rey emérito a Chávez: «¿Por qué no te callas?». Caí a la fuerza en el voto de silencio y me hizo bien oírme menos y escuchar más a los otros. Pensé en los monjes que enmudecen por obediencia a su fe. Y decidí eliminar, sin escucharlos, los audios que me llegaban. Demasiadas palabras huecas o cluecas.