Mis padres me dejaban en la casa de mis abuelos mientras ellos iban a cenar y después al baile del Casino. Dormía, me acostaba en el piso alto, desde donde se veían los tejados de la parte baja del pueblo.
Y asomado a la ventana me creía el joven Peter Pan a punto de sobrevolar los tejados de Londres, pero lo que contemplaba ensimismado era el cielo de agosto cuajado de estrellas.
Y con una secuencia regular miraba cómo se desprendían del decorado celeste algunas estrellas juguetonas que partían la melodía sinfónica del cielo en dos mitades. Corrían raudas, desenfrenadas, antes de suicidarse en la mar que divisaba desde lo alto de mi vivienda provisional.
Algún tiempo después supe que eran las Perseidas, en homenaje a Perseo, que fue el héroe mítico que decapitó a Medusa, y que la cultura popular denomina las lágrimas de San Lorenzo, porque surcan el firmamento en los días en torno al 10 de agosto, festividad del santo condenado al martirio siendo quemado en una parrilla. Dicen que eran las lágrimas que causaba su dolor.
Las estrellas fugaces que yo vi por vez primera antes de cumplir diez años, y a las que incluí para siempre en mi particular imaginario de viejo soñador, son las lágrimas de agosto, que en estos días previos a la fiesta de la Virgen veremos cómo hacen volatines, acrobacias en la cúpula celestial.
Agosto es un mes que se escabulle, que huye del calendario, es el conjunto de cuatro semanas que se llenan de abrazos y reencuentros, de adioses y despedidas. Es el mas corto, es agua que se escurre entre los dedos, un mes con banda sonora propia, con fiestas que brotan en todas las esquinas de las verbenas, treinta y un días entre julio y septiembre con las noches que nacen cuando el sol se acuesta y nos invitan a la molicie contada a caballo de una estrella fugaz, de una perseida reflejada en nuestra retina.
Todos los agostos que he vivido he hecho escala festiva en Galicia, mi estrella compartida se llama Viveiro y su mar, donde nací y donde habitan mis más entrañables recuerdos.
Traigo hoy aquí las estrellas contadas, «púxenme a contar estrelas e metelas nun sombreiro», y que quiero compartir en un puñado de líneas agosteñas, de cuando intenté la aventura de un Peter Pan soñador que contempló cómo se dormía el mundo en un agosto anochecido.
Aquella noche lejana yo escuché cómo sonaba la música de agosto, de aquel lejano verano.