No me voy a poner en plan viejuna y maldecir todo lo que nos han traído las redes sociales, porque a mí me parecen una fuente inagotable de historias y de entretenimiento. Además de que nos han traído la posibilidad de entrar en las vidas de todos los que quieren exponerlas sin necesidad de que nos la cuenten terceros. Ya los propios influencers se encargan de decirnos a qué hora se levantan, se acuestan, cómo crían a sus hijos, qué visten, dónde están de vacaciones y cuántas mascotas tienen a su alrededor. Mirar por esa cerradura está bien, si no te la crees, claro, y vas pasando vídeos con la ligereza de no darle importancia a nada. Si realmente se las das, estás perdida en medio de un vendaval de mentiras que sobre todo los más jóvenes aún se tragan. Es imposible vivir en una luna de miel tan empalagosa como la que muestran los instagramers. No quiero citar a nadie y prefiero que todos se den por aludidos en esa nube de algodón en la que viven hasta que te dicen, vía post, que han roto. Son parejas hiperinfluenciadas por la ñoñería y el postureo, familias de niños rubios, ideales, parejas que se besuquean en la puesta de sol del verano y que jamás muestran el lado oscuro de la fuerza. Así es el amor de Instagram, romántico, irreal, aparente, engañoso y, por lo tanto, inexistente. Solo apto para los que a estas alturas aún viven del cuento.