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En uno de sus libros, el filósofo político Erich Voeglin escribió: «Es signo de una incompresión fatal de las fuerzas históricas creer que un puñado de hombres puede destruir una civilización antes de que esta haya cometido suicidio». Y al inicio de cada nuevo semestre, según Rob Riemen (El arte de ser humanos, Taurus), repetía a sus estudiantes: «No hay tal cosa como un derecho a la estupidez; ni tal cosa como un derecho a ser iletrado; y tampoco existe el derecho a ser incompetente».
Según Riemen, si Voeglin dijera esa cosas hoy en clase, probablemente sería despedido por decir la verdad, un lujo al que se le achican los espacios casi tanto como al tabaco. Por eso apenas tarda unas páginas en acusar a las instituciones de enseñanza superior por haberse convertido en «bastiones de estupidez superior, bien por la difusión del fanatismo del saber único y exclusivo, que es parte integral del cientifismo de todas las ideologías, bien por la diseminación de la desolación del no saber nada».
Se me ha venido todo esto a la cabeza porque esta semana comenzaron las clases en la universidad y tuve las primeras sesiones con los de primero. Y porque cuando quiera explicarles, por ejemplo, que el fiscal y el abogado defensor cuentan los mismos hechos pero con un orden y un significado distintos, orientado el primero a demostrar la culpabilidad y el segundo la inocencia del acusado, me podrán decir con razón que no es así, que más defienden los fiscales, y con eficacia mayor, que las defensas propiamente dichas. Al menos en ciertos ámbitos de la Fiscalía. Ya sé que sus funciones no se agotan en la acusación, que no debería ser selectiva. No son unos sinvergüenzas: somos nosotros suicidándonos.