La ley ELA estuvo arrinconada en el agujero negro de la política española durante varios años. Permaneció en ese lugar del olvido donde se suelen dejar pudrir las verdaderas causas de la vida. Esos asuntos que no determinan puestos ni cargos y que no se suelen rentabilizar en la guerra tuitera del día a día. Así es que van directos a la agenda de la amnesia que tanto se cultiva en los despachos oficiales y en los sillones de los legisladores. Poco futuro le quedaría a una sociedad que con sus estructuras de poder no es capaz de mirar por sus ciudadanos menos afortunados en la salud ni se ocupa de ellos. Alguien dijo alguna vez que si hubiese una vida sin importancia, ninguna sería importante. Tuvo que llegar Juan Carlos Unzué y sacarle los colores a sus señorías para que unos meses después se vislumbre la esperada norma. Es la esperanza de una justicia. Un aliento para miles de personas que día a día se ven más prisioneras en sus cuerpos. Un salvoconducto hacia la dignidad que cualquier ciudadano, sea cual sea su situación, se merece. Una respuesta al ahogo irreversible del tiempo que no se detiene. Al fin se hizo la «voluntad de empatía» que pedía el que un día fue popular arquero de fútbol. Unzué somos todos. Él hizo de la enfermedad bandera para ayudar a todos los que la sufren. Se ha convertido en la voz de los que no pueden saltar a la calle y gritar pancarta en mano. Stephen Hawking, que un día comió percebes en Fisterra, fue durante muchos decenios la cara universal de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Un cuerpo encarcelado en una mente libre y lúcida. Se preguntaba Frida Kahlo para qué quería piernas si tenía alas para volar. Pero sus señorías han de poner las condiciones. No pueden defraudar.