Ancianos: un test de civilización

Jorge Sobral Fernández
jorge sobral TRIBUNA

OPINIÓN

María Pedreda

30 sep 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El ya próximo 1 de octubre, y desde que así lo proclamó en 1990 la Asamblea General de la ONU, se celebrará el Día Internacional de las Personas Mayores. A primera vista, se podría creer innecesaria tal conmemoración, dado que a tantos se nos antoja una obviedad el respeto y consideración que a tales personas se debe. Pero, por desgracia, hay muchos datos que nos obligan a situar el asunto en un punto distinto.

En el 2017, la OMS publicó en la prestigiosa The Lancet una recopilación de los resultados de 52 estudios rigurosos realizados en los cinco continentes. El dato esencial y más llamativo fue que 1 de cada 6 personas mayores de 60 años sufría algún tipo de maltrato significativo: de tipo psicológico (11 %), financiero (7 %), negligencias varias (4 %), físico ( 2,5 %), y de cariz sexual (1 %). Por lo tanto, el panorama invita, como poco, a la reflexión. En muchos de esos estudios se indagó acerca de las mejores explicaciones causales de tal fenómeno. Y, por supuesto, entre esos factores asoma a menudo un conjunto de características individuales de los maltratadores: sujetos que no conocen la compasión, la ternura, que no respetan a sus mayores porque, en realidad, no respetan a nadie; individuos con trastornos de la afectividad, egoístas patológicos, incapacitados para la generosidad y el mínimo altruismo. Sus relaciones interpersonales solo se explican desde los equilibrios entre el poder propio y el ajeno. Y en esas balanzas, los viejiños casi siempre llevan las de perder. La psicología de la personalidad les ha retratado con minuciosa exactitud.

Ahora bien, mal haríamos si nos quedáramos con la idea de que el problema del maltrato a nuestros mayores es solo un problema psicológico de algunas personas, de algunas «malas personas». Eso es importante, pero ni siquiera es lo más importante. De hecho, las personas reprobables y malvadas han existido siempre; y, sin embargo, la ancianidad tuvo en el pasado épocas de esplendor social y cultural. Y, coinciden los expertos al decir que poco a poco ese estatus se ha ido resquebrajando. Y lo ha hecho con intensidad tal que, en muchos contextos, ha mutado en problema: qué hacer con ellos, como conseguir «almacenarlos», y que no (nos) molesten. A juicio de muchos, y de un servidor también, nada de esto se puede comprender sin aludir a los contextos socioculturales en que florecen los malvados arriba retratados. Un mundo en el que todo se aquilata en referencia a su valor de mercado; donde el primer concepto asociado a cualquier gasto o iniciativa es el de «rentabilidad». Y, para conseguirla, no queda otra que aludir a la «productividad». Y, sea cual sea el objeto del análisis, y dado que el terreno de juego se entiende ya como un campo de batalla en pos del beneficio, cada actor en ese escenario necesita ser «competitivo» Y así, resulta que el economicismo propio del análisis de los intercambios comerciales, las relaciones de producción, el análisis de valor/ precio de las cosas en el mundo mercantil, se ha ido deslizando, primero subrepticiamente, y ahora ya a calzón quitado, hacia las relaciones interpersonales, hasta impregnarlas a veces de un hedor insoportable. En lo peor, desemboca ya en la tasación económica del valor de intercambio de las personas mismas.

Claro que hay psicópatas o similares. Pero más habrá cuanto más psicopáticas sean nuestras sociedades : factorías insaciables de narcisistas egocéntricos, exploradores de todo rastro de hedonismo, incapaces del más insignificante de los sacrificios. En ese escenario, se hace necesidad perentoria reivindicar a nuestros mayores: no solo por cuestiones de cariño, de gratitud, ni por romanticismos ñoños, sino por ese estándar de civilización que es proteger al débil. Por amor, sí. Por todo eso, claro que sí. Pero también por su aportación funcional al sistema: conocimiento, experiencia, equilibrios, sus idiosincrásicos puntos de vista, su valor de ejemplo (incluidos los negativos, cuando sea el caso). Es decir, nuestros mayores, más allá del ingente negocio de sus residencias y cuidados, también son rentables. Claro que sí. Y, a mí modesto entender, para estar de acuerdo con lo aquí dicho, no hacen falta ni sesudos análisis marxistas, ni comunismos bolivarianos. Bastaría con un mínimo de humanidad. O, para quien eso signifique algo, de «humanismo cristiano». Sin más; pero nunca menos.