En el caso Daniel Sancho todo da mucha grima. Es terrible la forma en que Daniel fue contando el suceso, detalle a detalle, a la policía; es tremendo el papel del doctor Edwin Arrieta, que supuestamente intentó ganarse los favores sexuales de Daniel pagándole dinero, y es también sorprendente la reacción de Rodolfo Sancho. Al principio entendimos su dolor, la desgracia de tener que encajar un golpe así, su drama, la locura de que tu hijo se convierta del día a la noche en un asesino que descuartiza cadáveres. Pero con el paso de los meses, es complicado empatizar con el actor, que se ha convertido en protagonista de una serie documental que pone los pelos de punta. En esa angustia desgarradora, cualquier postura parece extraña, pero Rodolfo Sancho no ha dejado de dejarnos perplejos con afirmaciones como que si su hijo «hubiera sido una mujer, sería una mujer a la que han intentado violar». Hay que estar muy fuera para soltar esas perlas y para pensar que descuartizar a un ser humano forma parte de la reacción de alguien que ha sido violentado sexualmente. O que asesinar es diferente cuando lo hace un hombre o una mujer. A Rodolfo podemos entenderlo en su tragedia, pero difícilmente en la frialdad con la que ha encarado el asesinato de su hijo y en su capacidad para seguir dando titulares en televisión tantos meses después.